Capítulo 08

Cerré la puerta de la sala de juntas con tanta fuerza que el golpe resonó en todo el pasillo.

No me importó.

Cada paso de regreso a mi oficina fue una declaración de furia contenida. Los empleados se apartaban al verme pasar, algunos fingían estar ocupados, otros ni siquiera se atrevían a levantar la vista.

Máximo La Torre.

Arrogante, soberbio, insufrible.

Cada palabra suya seguía rebotando en mi cabeza como un eco que no podía apagar.

Cuando llegué a mi oficina, arrojé la carpeta sobre el escritorio. Los planos se desordenaron, pero no me importó. Abrí el cajón con brusquedad, saqué mi bolso y empecé a guardar todo con movimientos rápidos. Tenía la mandíbula apretada, los labios tensos, el corazón latiendo con fuerza.

—Respira, Aurora… —me murmuré a mí misma.

Aun así, no podía hacerlo.

Sentía la rabia vibrando bajo mi piel, como una corriente eléctrica difícil de controlar.

Me levanté y salí rumbo a la pequeña cocina ejecutiva del piso, donde había un dispensador de agua y una cafetera siempre encendida. Los pasillos estaban casi vacíos; la mayoría había salido a almorzar o a fumar en la terraza.

El silencio del lugar me ayudó a recuperar el control.

Serví un vaso de agua y bebí despacio, dejando que el líquido frío calmara el nudo que sentía en la garganta. Apoyé las manos sobre el mostrador y respiré profundo, observando mi reflejo en el vidrio de la ventana.

—Tranquila… —susurré, esta vez con más firmeza—. No vale la pena.

La frase se volvió casi un mantra.

Minutos después, cuando el pulso volvió a su ritmo normal, regresé a mi oficina. Tomé el bolso, los documentos, y me dispuse a salir. Quería irme a casa, darme una ducha caliente y borrar mentalmente el rostro de La Torre.

Pero justo cuando revisé mis cosas, noté que faltaba algo.

Mi iPad.

Fruncí el ceño y comencé a buscar entre los papeles, bajo la carpeta, en el cajón, incluso dentro del bolso. Nada.

Recordé haberla usado en la reunión para mostrar los planos digitales.

—No… —murmuré.

Suspiré y me di media vuelta. Si la había dejado en la sala, tenía que volver antes de que alguien la tomara.

El pasillo hacia la sala de juntas estaba en penumbra, solo iluminado por las luces indirectas del techo. Caminé con paso rápido, decidida a entrar, recuperar mi iPad y desaparecer.

Pero cuando me acerqué a la puerta, algo me hizo detenerme.

Un sonido.

Leve, casi imperceptible.

No eran pasos. Tampoco voces normales.

Era algo distinto… más bajo, más entrecortado.

Fruncí el ceño. Instintivamente, bajé el ritmo y caminé en silencio, apoyando apenas los tacones sobre el piso para no hacer ruido.

La puerta de la sala estaba entreabierta. Desde mi ángulo, podía ver la penumbra interior, iluminada solo por las luces cálidas del techo y el reflejo del ventanal que daba a la ciudad.

Otro sonido. Esta vez más claro.

Una respiración agitada. Un murmullo ahogado.

Y luego… el inconfundible sonido de un beso.

Me detuve.

No puede ser.

Di un paso más y, movida por una mezcla de curiosidad y rabia, me incliné apenas para mirar por la rendija.

Ahí estaba él.

Máximo La Torre.

De pie, apoyado contra la pared, con una mujer rubia prácticamente pegada a su cuerpo. Ella era alta, delgada, llevaba un vestido ajustado y unos tacones que parecían desafiar la lógica. Tenía las manos en su cuello, los dedos hundidos en su cabello, mientras él le sostenía la cintura con una mano y la acercaba más, devorándole la boca sin la menor preocupación.

La escena era tan descarada que por un instante me quedé inmóvil.

El aire se me atascó en los pulmones.

Él no parecía el mismo hombre que minutos antes me había mirado con esa mezcla de autoridad y arrogancia profesional.

Ahora era otro. Desenfadado, dominante, confiado hasta el exceso.

—Qué asco… —susurré sin darme cuenta.

Fruncí el ceño y aparté la vista, con una mueca de desagrado que ni siquiera intenté disimular.

¿Así que ese era su “tiempo libre”?

¿Usar la sala de juntas como motel privado?

Fantástico.

Todo un ejemplo de ética laboral.

Contuve el impulso de entrar y lanzarle el iPad por la cabeza. En cambio, me obligué a respirar hondo, enderecé la espalda y di un paso atrás con el mayor silencio posible.

Pero el corazón me golpeaba el pecho con fuerza. No era celos. No podía serlo. Era rabia pura, irritación ante la desfachatez de un hombre que se creía intocable.

Mientras me alejaba, alcancé a escuchar una risa masculina entrecortada. La de él. Esa risa baja, arrogante, que sonaba exactamente igual que en las reuniones: la de alguien que sabía que podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera.

Mis manos se cerraron en puños.

Ni siquiera recordé el iPad. Solo quería salir de ahí.

Caminé por el pasillo con pasos largos y seguros, aunque por dentro sentía una tormenta. Los tacones resonaban con fuerza, cada golpe contra el suelo marcando el ritmo de mi enojo.

Cuando llegué al ascensor, presioné el botón con más fuerza de la necesaria. El reflejo en la pared metálica me devolvió la imagen de una mujer con el rostro encendido y la mirada fría.

—No vale la pena, Aurora… —me repetí una vez más.

Pero el sabor amargo seguía ahí.

Las puertas se abrieron. Entré y apoyé la espalda contra la pared, dejando que el aire acondicionado me enfriara la piel. Cerré los ojos por un momento.

En la oscuridad detrás de mis párpados, todavía veía esa escena.

Sus manos.

Su sonrisa entre besos.

La forma en que la sujetaba como si el mundo entero le perteneciera.

La rabia se mezcló con algo más profundo, algo que no quise nombrar.

Cuando las puertas se abrieron en el vestíbulo, salí sin mirar a nadie. Afuera, la tarde milanesa me recibió con un aire tibio y un sol dorado cayendo entre los edificios. Respiré hondo, dejando que el ruido del tráfico y el murmullo de la ciudad me devolvieran al presente.

El teléfono vibró en mi bolso.

Era un mensaje de Adrián:

“¿Todo bien? Te vi salir antes de tiempo.”

Esbocé una sonrisa cansada.

“Sí, todo bien. Solo necesito aire.”

Guardé el móvil y caminé hacia el estacionamiento.

El eco de mis pasos me acompañó todo el trayecto, junto con la imagen de él.

Máximo La Torre.

El hombre más insoportable que había conocido.

Y, para mi desgracia, mi socio de proyecto.

Mientras encendía el auto, juré en silencio que nada, absolutamente nada, volvería a sacarme de control por su culpa.

O al menos, eso quería creer.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP