El reloj marcaba las dos en punto cuando entré en la sala de conferencias principal, ubicada en el último piso del edificio.
El espacio era amplio, con paredes de cristal que ofrecían una vista perfecta del horizonte milanés. La luz natural entraba a raudales, iluminando la larga mesa ovalada de madera oscura rodeada por sillas tapizadas en cuero negro. En el extremo, una pantalla mostraba el título del proyecto: “Torres Vanguardia: Reestructuración y Diseño Integral”. Los directivos iban llegando uno a uno, vestidos con trajes impecables, perfumados, con carpetas en la mano y gestos de superioridad. Todo en ese lugar olía a dinero, poder y competencia. Yo estaba lista. Mis planos estaban revisados, mis cálculos corregidos, y mi presentación ordenada con precisión quirúrgica. Máximo La Torre entró pocos minutos después. Llevaba un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata delgada. Su porte era tan imponente que incluso el silencio pareció acomodarse a su paso. Saludó a todos con un apretón de manos breve, seguro, y luego se sentó frente a mí, justo al otro lado de la mesa. Ni una mirada. Ni un saludo. Solo ese aire de suficiencia que parecía acompañarlo a todas partes. El director general, Giovanni Rivas, inició la reunión. —Bien, señores. Hoy veremos los avances del proyecto “Torres Vanguardia”. La Torre y Kazra estarán a cargo de la presentación conjunta. Sentí las miradas dirigirse hacia nosotros. “Conjunta.” La palabra me irritó. Activé el proyector, mostré los primeros planos y comencé a hablar con calma, explicando cada detalle técnico: materiales, estructura, impacto ambiental. Máximo me observaba, sin interrumpir, con los brazos cruzados y una expresión indescifrable. Hasta que habló. —Interesante propuesta —dijo, con ese tono que sonaba más a burla que a elogio—, aunque la orientación de la fachada norte podría optimizarse. Si Kazra tuviera en cuenta los vientos predominantes, lograríamos mayor ventilación natural. Le lancé una mirada fría. —Eso ya lo contemplé —respondí sin titubear—, pero si giramos el diseño como sugieres, se pierde la armonía con el entorno urbano. —La armonía no paga las facturas —replicó con una sonrisa mínima—. La eficiencia sí. Algunos de los asistentes rieron por lo bajo. Yo apreté la mandíbula, pero no me permití flaquear. —Tal vez —dije con calma estudiada—, pero si dejamos que la estética sea reemplazada por la simple funcionalidad, lo que tendremos no será una torre, sino una caja gigante de cemento. Él me sostuvo la mirada. Ni un parpadeo. —Supongo que prefieres algo bonito aunque no funcione. —Y tú prefieres algo inútil aunque luzca imponente —contesté. El silencio que siguió fue denso. Giovanni carraspeó y tomó la palabra, intentando disolver la tensión. —Ambas posturas son válidas. Tomaremos nota de las observaciones. El resto de la reunión fue una guerra de argumentos. Cada palabra suya encontraba una réplica mía. Cada gráfico que él mostraba, yo lo corregía con algo más preciso. Los demás apenas intervenían; era evidente que estaban disfrutando el espectáculo. Cuando por fin Giovanni dio por terminada la presentación, todos se levantaron, murmurando entre sí y comentando lo “intenso” del intercambio. Los papeles se recogieron, las sillas se movieron, y poco a poco la sala comenzó a vaciarse. Yo me quedé guardando mis documentos, intentando mantener la compostura. Pero cuando lo vi acercarse con esa sonrisa arrogante dibujada en los labios, la calma se me escapó. Máximo se detuvo frente a mí, con las manos en los bolsillos. —No estuviste tan mal —dijo con fingido interés—. Supongo que para ser tu primera presentación importante, sobreviviste. Levanté la vista despacio, clavando mis ojos en los suyos. —Eres un completo imbécil. —¿Solo “imbécil”? —ladeó la cabeza—. Qué generosa. No lo pensé. Caminé hacia él, acortando la distancia, y lo señalé con el dedo. —Escúchame bien, La Torre —dije, tocándole el pecho con un gesto firme, justo donde se marcaban sus abdominales bajo la camisa—. No vuelvas a intentar humillarme delante de los demás. La próxima vez, no seré tan educada. Él soltó una carcajada baja, que más que risa sonó a provocación. —¿Eso fue una amenaza, Kazra? —Fue una advertencia. Su expresión cambió apenas; los ojos se le encendieron con algo entre diversión y desafío. En un movimiento rápido, me tomó de la muñeca, no con fuerza suficiente para hacer daño, pero sí con la intensidad suficiente para dejar claro que no iba a dejarme ir tan fácil. —Tienes fuego, Kazra —murmuró con voz baja, casi grave—. Pero cuidado con jugar a incendiarte. Sentí la tensión del contacto, la distancia reducida, el aire espeso entre ambos. Su respiración rozaba mi mejilla, y la mía se volvió irregular, no por atracción… sino por pura rabia contenida. —Suéltame. —Mi voz sonó firme. Él no lo hizo de inmediato. —No me hables como si pudiera darte órdenes. No estás en posición de hacerlo. —Estoy en posición de no soportarte, y créeme, eso ya lo tengo dominado. Entonces me soltó, sin borrar esa sonrisa insolente. —Eso es lo que más me gusta de ti —dijo—. No sabes cuándo rendirte. —Ni pienso hacerlo —repliqué, dando un paso atrás. Tomé mis planos, la carpeta y mi bolso. La sangre me hervía, pero mantuve la cabeza en alto mientras caminaba hacia la puerta. Antes de salir, me detuve y, sin mirarlo, añadí: —Algún día te vas a atragantar con tu propio ego, La Torre. —Y tú vas a tropezar con el tuyo, Kazra —respondió él, sin perder la calma. Salí de la sala sin mirar atrás. Pero pude sentir su mirada siguiéndome hasta que la puerta se cerró. El pasillo estaba vacío, y el sonido de mis tacones contra el mármol fue lo único que me ancló a la realidad. Respiré hondo, intentando borrar la imagen de su sonrisa arrogante. Era un idiota. Uno peligroso. Y lo peor de todo… es que apenas era el comienzo.