Capítulo 09

El día parecía fluir con calma.

Después de todo lo ocurrido, me prometí mantener la mente fría. La oficina estaba silenciosa, apenas interrumpida por el sonido constante de las impresoras y el tecleo de los diseñadores. El aroma a café recién hecho llenaba el ambiente, y las grandes ventanas dejaban pasar una luz suave que iluminaba mi escritorio repleto de planos, marcadores y maquetas.

Me había vestido con un jeans negro ajustado, un top del mismo tono, tacones de punta y una cartera al juego. Todo en mí gritaba control, incluso cuando por dentro una parte de mí seguía irritada por lo ocurrido el día anterior.

A media mañana logré terminar los ajustes del proyecto: los planos de la fachada norte y el diseño de las estructuras metálicas del último piso. Pasé más de dos horas concentrada, cuidando cada línea y cada proporción. Era mi manera de olvidar.

A las doce en punto, llamé a María.

—¿Almorzamos juntas? —le dije, mientras cerraba la carpeta principal.

—Por supuesto, necesito despejarme —respondió ella.

El restaurante elegido era uno de mis favoritos, elegante pero discreto, con cortinas color marfil y aroma a pan recién horneado. Las mesas tenían centros de cristal con flores blancas y servilletas dobladas con precisión quirúrgica. Todo se sentía tranquilo, hasta que mi suerte volvió a demostrar que no estaba de mi lado.

Apenas entramos, lo vi.

Máximo La Torre.

Estaba en una mesa del fondo con Giovanni y la rubia, quien lucía un vestido entallado color vino y una sonrisa demasiado complaciente. Hablaban con naturalidad, riendo de algo que él dijo. Su voz, grave y autoritaria, resonaba incluso entre el murmullo del restaurante.

—¿Qué pasa? —preguntó María, notando mi gesto.

—Nada —mentí—. Solo que el universo tiene un pésimo sentido del humor.

Pasamos frente a su mesa sin mirarlo, aunque sentí el peso de su mirada sobre mí. No giré la cabeza. No le daría ese gusto.

Nos sentamos junto al ventanal, pedimos nuestros platos y tratamos de disfrutar la comida.

—¿Entonces ese es el famoso La Torre? —preguntó María con disimulo, inclinándose hacia mí.

—El mismo. Arrogante, altanero, insoportable.

—Bueno, arrogante sí… pero atractivo también.

—María, por favor —repliqué, apretando el tenedor—. Si lo vieras como yo lo veo, sabrías que lo único atractivo que tiene es su capacidad para arruinarte el día.

María rió, y seguimos conversando entre risas. Logré relajarme un poco, hablar de trabajo, de trivialidades, de todo menos de él.

Al terminar, pagué la cuenta y nos dirigimos de regreso al edificio. El aire fresco de la tarde me ayudaba a calmarme; sentía que al fin el día podía seguir sin tropiezos.

De vuelta en la empresa, María se despidió con un gesto amable.

—Nos vemos mañana, intenta no matarlo si lo ves —bromeó.

—Lo intentaré —respondí con ironía, ajustando mi bolso.

Subí a mi oficina, organicé los documentos y continué revisando los planos. El reloj marcaba las tres y cuarenta cuando escuché unos pasos firmes y esa voz que reconocería en cualquier parte.

—Kazra.

No levanté la vista.

—¿Qué necesitas, La Torre?

—Los planos del nivel superior. Dijiste que estarían listos hoy —contestó desde la puerta, con su habitual tono autoritario.

—Lo están —respondí, entregándole una carpeta azul—. Aquí tienes el sistema de vigas, el refuerzo lateral y las medidas del ventanal principal.

Él tomó los papeles y los hojeó sin sentarse.

—¿Reforzaste la base con acero tipo H? —preguntó.

—Sí, con placas adicionales de soporte. Reduje el margen de flexión a dos centímetros.

—Bien. —Asintió sin reproches. Por primera vez, la conversación parecía fluir con normalidad.

Durante unos segundos, el ambiente fue casi profesional. Casi.

Hasta que habló.

—Veo que finalmente aprendiste a seguir indicaciones.

Levanté la mirada con una sonrisa fría.

—Y yo veo que finalmente aprendiste a no gritar órdenes.

Él esbozó una media sonrisa, esa que me sacaba de quicio.

—No cantes victoria todavía, Kazra. Aún te falta entender cómo trabajo yo.

—Tranquilo —repliqué—. No tengo ningún interés en entenderte.

Máximo soltó una pequeña risa, la cerró con un gesto altivo y se dio media vuelta.

—Nos vemos en la reunión del viernes —dijo antes de salir.

La puerta se cerró detrás de él y respiré profundo.

Quería lanzarle algo, pero sabía que no valía la pena. Tomé el vaso vacío sobre mi escritorio y decidí ir por agua. Tal vez eso ayudara a enfriar la rabia que me hervía por dentro.

Caminé por el pasillo largo hacia la zona común. Los tacones resonaban con suavidad sobre el mármol. Pero a mitad del trayecto, el aire me faltó. Sentí una presión en el pecho, un leve zumbido, y antes de poder reaccionar, todo se volvió oscuro.

Desperté con la vista borrosa.

El techo blanco del pasillo me pareció girar lentamente, y una voz femenina me llamó a la distancia.

—Señorita Kazra… ¿me escucha?

Parpadeé y vi a una joven empleada del área administrativa inclinada sobre mí. Tenía los ojos llenos de preocupación.

—Tranquila, ya despertó —dijo con alivio.

Intenté incorporarme, pero la cabeza me daba vueltas.

—Estoy bien —murmuré—. Solo fue un desmayo.

—Llamé a seguridad, pero aún no llegan. ¿Quiere que avise a alguien más?

—No —interrumpí con suavidad, sosteniéndome del escritorio más cercano—. Por favor, no diga nada. Nadie debe enterarse.

—¿Está segura?

—Sí. No es la primera vez, me pasa cuando estoy muy estresada. No quiero que esto se convierta en rumor.

Ella asintió, algo nerviosa.

—Está bien, no diré nada.

—Gracias —dije, intentando sonreír—. Y por favor, vuelve a tu puesto. Ya estoy bien.

Esperé a que se alejara antes de apoyar una mano sobre mi frente. El corazón me latía con fuerza, el cuerpo todavía débil. Me serví el agua que tanto había ido a buscar, respiré hondo y regresé a mi oficina como si nada hubiera ocurrido.

Nadie debía saberlo. No quería parecer frágil frente a ellos. Mucho menos frente a él.

La tarde pasó sin incidentes. Terminé los informes, envié los correos pendientes y apagué la pantalla justo cuando el reloj marcaba las seis y media. Al poco tiempo, escuché unos golpecitos en la puerta.

Era Adrián.

—¿Lista para irnos? —preguntó con su sonrisa tranquila.

—Sí, dame un segundo.

Tomé mi bolso, apagué las luces y salimos juntos. En el ascensor, su mirada se detuvo en mí.

—Te ves cansada. ¿Todo bien?

—Sí, solo un día largo —respondí, fingiendo normalidad.

—¿No has tenido otro episodio de esos… desmayos? —preguntó con cuidado.

—No —mentí con una sonrisa—. Todo bajo control.

Adrián asintió, confiando.

Salimos del edificio mientras las luces de la ciudad se encendían. El cielo comenzaba a oscurecerse y el viento era frío, pero por alguna razón, me sentía más liviana.

El día había terminado, y por muy complicado que fuera, había logrado mantenerme firme.

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