El asfalto se extendía como una cinta oscura, un camino implacable que serpenteaba entre las montañas coronadas de nieve. El silencio dentro del vehículo era denso, opresivo, solo interrumpido por el ronroneo constante del motor y el susurro insistente del viento al golpear las ventanas. Elena y Darian ocupaban los asientos delanteros, dejando atrás un hogar deshecho, una familia fracturada y un pasado que se resistía a soltarlos. Rurik los seguía de cerca en su motocicleta, una sombra vigilante, un guardián que no perdía de vista a su grupo.
Después de horas de viaje silencioso, Darian señaló hacia adelante, su dedo extendido como una acusación muda.
—Allí está —anunció, su voz apenas un murmullo—. El límite de su territorio.
Elena sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Un nudo de ansiedad se apretaba en su estómago.
Darian detuvo el automóvil en un área de descanso improvisada al borde de la carretera. Los tres descendieron del vehículo en silencio, sus miradas fijas en el