La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por el parpadeo cálido de las lámparas de aceite y el resplandor tenue de la chimenea. El olor a sangre, a leña y a metal aún impregnaba el aire.
Ilai se quedó de pie, inmóvil, mientras Oriana se acercaba con paso firme… aunque sus manos temblaban ligeramente.
Ella tragó saliva.
Él no llevaba camisa.
Ni debería sentirse tan intimidante con simples pantalones oscuros y el cuerpo cubierto de heridas y sangre seca.
Pero lo estaba.
Mucho.
—Siéntate —ordenó ella, señalando la silla de respaldo alto junto a la mesa.
Ilai obedeció.
Sin protestar.
Sin bromas.
Sin esa sonrisa arrogante que la sacaba de quicio.
Se sentó con las piernas separadas, los antebrazos descansando sobre los muslos, la postura relajada pero letal… como un rey que espera una sentencia que sabe que no puede cambiar.
Oriana respiró hondo y encendió otra lámpara. La llama bailó, proyectando sombras doradas sobre la piel marcada del alfa.
Ella tomó un paño y un cuenco de agua