El salón donde solían desayunar no tenía la solemnidad de un comedor real: era más bien una gran estancia rectangular con largas ventanas, una mesa robusta de madera oscura y varias sillas de respaldo alto. Sobre la mesa ya había pan recién horneado, fruta cortada, una olla de algo que olía a café fuerte y jarras de un líquido ligeramente espeso, de color ámbar.
Oriana entró con pasos cautelosos, enfundada en una túnica limpia que alguien había dejado doblada sobre un baúl. El cuello era un poco más abierto de lo que le habría gustado… o quizá era su imaginación, ahora que sabía que cualquier centímetro de piel expuesta parecía llamar la atención equivocada.
Rurik ya estaba sentado, con una taza entre las manos y la expresión más descaradamente divertida que pudiera caber en un rostro humano.
Cuando la vio, se puso de pie y le hizo una reverencia exagerada.
—Buenos días, mi reina.
Oriana se detuvo en seco.
—No me llames así —dijo de inmediato—. Soy cirujana. No… eso.
Rurik le dedicó u