El gran día llegó envuelto en solemnidad y expectación. Desde temprano, la mansión de los Darian era un hervidero de sirvientas, decoradores y músicos que ultimaban cada detalle del enlace. Para la alta sociedad empresarial, aquella boda no era solo la unión de dos herederos, sino un acontecimiento que sellaba alianzas y fortalecía imperios.
Elena, atrapada bajo el nombre de Sofía, se miró al espejo una última vez antes de bajar. El vestido blanco, bordado con diminutas perlas, parecía pesar sobre sus hombros como una cadena de oro. Respiró hondo. Nadie sospechaba nada. Nadie podía hacerlo: la verdadera Sofía llevaba años en el extranjero y ningún invitado sabía cómo lucía en la actualidad. Elena, al menos, tenía ese resquicio de seguridad.
Leo la observaba desde un rincón, serio como siempre. Había acelerado cada preparación, vigilado cada paso y entrenado a Elena en el papel que debía interpretar. Nada podía fallar.
—Recuerda —susurró mientras acomodaba el velo—: mantén la sonrisa, no titubees. Para todos aquí eres Sofía Darian.
Elena asintió, aunque por dentro hervía un torbellino de dudas. Más allá de la farsa, había algo en Darian que no terminaba de encajar. Sus ausencias en noches de luna, las cicatrices que sanaban en cuestión de días, la manera en que evitaba los espejos… Cada recuerdo era como una aguja clavándose en su conciencia.
La ceremonia fue espléndida. Un altar cubierto de rosas blancas, la música solemne de un cuarteto de cuerdas y los murmullos de cientos de invitados vestidos con la más exquisita elegancia. Elena avanzó por el pasillo entre destellos de cámaras y miradas curiosas. A su lado, Darian se mantenía imponente, con el porte de un rey.
Nadie sospechaba de ella, pero todos parecían percibir algo extraño en él. Sus ojos, oscuros y brillantes, destilaban un fuego inquietante. Había en su mirada una sombra que ni la sonrisa más educada podía ocultar.
—Prometo serte fiel —dijo él con voz grave, tomando su mano.
Elena repitió las palabras memorizadas, y los aplausos estallaron como un trueno de júbilo.
El banquete fue aún más fastuoso. Candelabros de cristal iluminaban el salón, mesas repletas de manjares se alineaban bajo techos altísimos, y el sonido de copas brindando se mezclaba con música suave. Elena reía, saludaba, fingía con maestría. Pero cada vez que miraba de reojo a Darian, sentía que algo en su interior estaba a punto de romperse.
Él no probó bocado. Su gesto tenso lo delataba: era como un depredador enjaulado en un escenario de oro. El sudor perlaba su frente pese a la frescura de la sala, y sus manos crispadas parecían luchar contra una fuerza invisible.
Elena se inclinó hacia él.
—¿Estás bien?
—Necesito salir de aquí —susurró, la voz áspera, desgarrada.
Antes de que Leo o los demás invitados notaran algo, Elena se levantó con una sonrisa impecable.
—Perdón, mi esposo se siente un poco indispuesto —anunció con seguridad.
Tomó a Darian del brazo y lo condujo hacia la salida. Sentía las miradas clavadas en su espalda, pero mantuvo la compostura hasta que cruzaron las puertas del salón.
Caminaron por los pasillos silenciosos de la villa hasta llegar a la habitación preparada para esa noche. Apenas entraron, Darian cerró la puerta con un golpe seco. El eco de la música y las risas del banquete se desvaneció. El silencio que los envolvió era denso, sofocante.
Elena lo observó desde el centro de la estancia, aún con el vestido de novia que parecía ajeno a ella.
—Quiero salir de aquí —murmuró él, con la voz ronca, caminando de un lado a otro como una fiera enjaulada.
—¿Salir? —preguntó ella, desconcertada—. Hoy es nuestra noche de bodas. No podemos simplemente desaparecer.
Él se detuvo, giró hacia ella, y en sus ojos brilló un fulgor inquietante.
—No entiendes… es peligroso que me quede.
Elena dio un paso hacia él, con más valentía que certeza.
—Entonces quédate conmigo. Si hay algo que ocultas, dímelo.
Por un instante, el silencio fue absoluto. Darian apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos, la respiración se le tornó agitada y gotas de sudor descendieron por su frente.
—Darian… —susurró Elena, apenas audible.
Él soltó un gruñido ahogado, llevó una mano a su abdomen y se dobló hacia adelante. Su cuerpo temblaba como si lo atravesaran mil descargas eléctricas.
—Vete… ahora —jadeó, pero su voz se quebró, transformándose en un rugido gutural.
Elena retrocedió, el corazón desbocado. Un sonido seco, desgarrador, llenó la habitación: huesos moviéndose bajo la piel, articulaciones torciéndose y reajustándose. La tela del traje comenzó a rasgarse en hilos tensos.
El rostro de Darian se contrajo en una mueca de dolor; su mandíbula se alargó, sus dientes se afilaron hasta convertirse en colmillos, y de su piel emergió un pelaje oscuro que se extendía a pasos veloces. La camisa reventó en pedazos, revelando un torso musculoso que crecía, desbordando toda proporción humana.
Elena se llevó las manos a la boca para contener un grito. Lo que tenía frente a ella era un hombre y, al mismo tiempo, una bestia: garras brillantes bajo la luz de la luna que entraba por la ventana, ojos dorados que ardían como brasas encendidas.
Darian —o lo que quedaba de él— levantó la cabeza y soltó un rugido que hizo vibrar las paredes.
La joven retrocedió hasta chocar contra el tocador, los labios temblorosos. Sin embargo, la criatura avanzó hacia ella… y en lugar de atacarla, extendió una de sus enormes garras y le acarició la mejilla con una suavidad imposible.
—Gatita… —gruñó, con una voz que era y no era la suya—. Eres mía.
Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Quiso huir, pero las piernas no le respondieron. Estaba atrapada entre el miedo y la fascinación, entre el hombre que había conocido y la bestia que acababa de nacer frente a sus ojos.
De pronto, el lobo la rodeó con sus brazos descomunales, la levantó como si no pesara nada y, con un movimiento brusco, la lanzó contra la cama nupcial. El cuerpo de Elena rebotó entre los pliegues de seda blanca, el velo se deshizo en un susurro, y la respiración se le quedó atrapada en la garganta.
La bestia se inclinó sobre ella, sombras y luna reflejándose en su silueta descomunal. En ese instante, Elena comprendió con una claridad helada: nunca había sido parte de un simple matrimonio arreglado. Había sido arrojada, sin saberlo, al mundo secreto de los lobos.