Capítulo 4 

El vapor impregnaba el aire con una densidad sofocante, envolviendo las paredes de piedra y el suelo húmedo como un velo de misterio. Elena permanecía de pie en la entrada del baño, incapaz de apartar los ojos de Darian. Él había dejado al descubierto las cicatrices que surcaban su torso y sus hombros, marcas profundas que contaban una historia que él no parecía dispuesto a narrar.

El fuego de las antorchas danzaba, proyectando sombras cambiantes sobre su piel. Cada movimiento del hombre, cada giro de su cuerpo musculoso bajo el resplandor tibio, creaba una escena hipnótica. Era como si el peligro y el deseo se hubiesen fundido en un mismo instante, atrapándola contra su voluntad.

Darian notó su mirada. Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa cargada de arrogancia, pero también de algo más oscuro, un eco de resentimiento o vergüenza. El hecho de que ella lo hubiera visto vulnerable —con las cicatrices expuestas— parecía irritarlo más que cualquier provocación.

—No deberías estar aquí —murmuró, su voz grave resonando con fuerza en el ambiente estrecho.

Elena dio un paso atrás, aunque no lo suficiente como para escapar de la tensión que lo envolvía todo. La humedad del lugar hacía que su vestido se pegara un poco a su piel, revelando con descaro las curvas de su silueta. Él lo notó, por supuesto, y su mirada descendió lentamente por su cuerpo, desde el cuello hasta las caderas, como si estuviera memorizando cada línea.

El corazón de Elena latía con violencia. No sabía si temía más la posibilidad de que él se lanzara sobre ella… o la de que no lo hiciera.

De pronto, Darian avanzó con decisión. Antes de que ella pudiera reaccionar, la empujó contra la pared húmeda y fría. El contacto arrancó un jadeo de sus labios.

—¡Darian! —exclamó, pero su voz sonó más débil de lo que esperaba.

Él la inmovilizó con una sola mano en su muñeca, presionándola contra la piedra, y con la otra apoyada cerca de su rostro, encerrándola por completo. El calor de su cuerpo contrastaba con el frío de la pared, atrapándola en un torbellino de sensaciones contradictorias.

Elena se estremeció cuando él inclinó la cabeza hacia ella. Su respiración rozaba su mejilla, ardiente, impregnada del vapor que llenaba la estancia. La cercanía era insoportable: podía sentir la fuerza en su pecho, el peligro en cada fibra de sus músculos tensos, y sin embargo, también la atracción irresistible de un abismo que la llamaba.

Su mente gritaba que debía luchar, escapar… pero sus piernas permanecían ancladas al suelo.

Darian la observaba con una intensidad abrasadora. Su mirada viajaba de los ojos temblorosos de ella hasta sus labios, y de ahí bajaba lentamente por la curva de su cuello, deteniéndose un instante en la clavícula que asomaba bajo el escote de su vestido.

—Eres frágil… y valiente al mismo tiempo —susurró, con un tono en el que se mezclaba admiración y amenaza—. No sabes lo incómodo que es para mí que alguien me vea así.

Elena sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Por un instante creyó que él iba a besarla, que ese roce inminente de sus labios sería inevitable. Su corazón se aceleró tanto que casi dolía.

Pero Darian no la besó.

En lugar de eso, acercó su boca a su oído, tan cerca que la piel húmeda de Elena se erizó bajo su aliento.

—No viste nada, no sabes nada… —murmuró con voz baja, áspera, cargada de advertencia—. Y si valoras tu vida, jamás hables de lo que viste aquí.

Las palabras se clavaron en ella como un puñal. La firmeza de su tono, la seguridad brutal con la que las pronunció, no dejaban espacio a dudas. Era una orden, no una súplica.

Elena contuvo el aliento, presa del miedo y de algo más. La sensación de peligro se mezclaba con una chispa de deseo imposible de controlar. El calor de su cuerpo contra el de él, el peso de su mirada feroz, la inmovilidad a la que estaba sometida… Todo se combinaba en un cóctel devastador.

Quiso responder, decirle que no tenía intención de traicionarlo, que ni siquiera comprendía lo que había visto. Pero las palabras no salieron. Solo un nudo en la garganta y un temblor en sus labios.

Darian pareció leer su silencio como una promesa.

—Así me gusta —añadió, con un hilo de voz más suave, aunque igual de cortante.

La soltó de golpe.

El cuerpo de Elena se tambaleó por la liberación repentina. El aire frío le golpeó el rostro cuando él se apartó, y de inmediato sintió el vacío donde antes estaba la presión cálida y peligrosa de su cercanía.

Darian dio un par de pasos hacia atrás. Sus facciones habían vuelto a endurecerse, borrando todo rastro de aquel instante casi íntimo. Ahora era otra vez el hombre distante, frío, dueño absoluto de la situación.

—No olvides mis palabras —dijo él, antes de girarse hacia la salida.

El eco de la puerta al cerrarse resonó como un golpe seco en su pecho.

Elena permaneció allí, apoyada contra la pared, con la piel húmeda y la respiración agitada. Sus pensamientos eran un caos: miedo, confusión, atracción. No sabía cómo procesar lo que acababa de suceder.

Lo único claro era que Darian era un peligro. Un peligro del que debía mantenerse alejada… y al mismo tiempo, el único capaz de despertar en ella un fuego que no había sentido jamás.

****

Al día siguiente, la tensión volvió a estallar, pero en otro escenario.

Leo, con su entusiasmo arrollador, había convocado a Elena y a Darian en el salón principal para decidir el día exacto de la boda. Los organizadores desplegaron calendarios, listas y contratos sobre la mesa, y todo parecía encajar en una fecha concreta que todos consideraban perfecta.

—Es ideal —dijo Leo, sonriendo—. Todos los invitados importantes podrán venir, el salón está disponible y coincide con una festividad que atraerá la atención mediática. Será un evento inolvidable.

Elena asintió, algo nerviosa pero convencida. Incluso ella pensó que aquella fecha tenía algo de mágico.

Pero Darian, con un gesto de piedra, negó con la cabeza.

—No. Ese día no.

Leo parpadeó, confundido.

—¿Qué dices? ¡Es el mejor día!

—He dicho que no. —Su voz fue un látigo seco—. Elijan cualquier otro, pero no ese. Ni ese, ni los días cercanos.

Elena lo miró, desconcertada.

—¿Por qué? —preguntó con suavidad.

Por un instante, creyó ver un destello de inquietud en los ojos de Darian, algo que jamás había mostrado. Pero enseguida su expresión se endureció.

—No necesitas saberlo.

Leo, fastidiado pero acostumbrado a sus imposiciones, se limitó a encogerse de hombros.

—Está bien, lo cambiamos.

Sin embargo, cuando todo quedó organizado, Elena descubrió con sorpresa que, por razones logísticas, la fecha elegida al final fue exactamente la misma que Darian había prohibido.

La noche de la boda caería bajo la luz de la luna llena.

Y aunque trató de convencerse de que era solo una coincidencia, no pudo evitar que la pregunta la persiguiera en silencio:

¿Por qué Darian temía tanto esa fecha?

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