Elena apenas alcanzó a reaccionar cuando la bestia se abalanzó sobre ella. Sintió el peso del lobo a punto de caerle encima, los colmillos brillando a la luz de la luna, cuando de pronto un gruñido distinto, profundo y gutural, estalló en la habitación.
—¡No! —rugió una voz extraña, áspera, como si proviniera de dentro del mismo monstruo.
La criatura se detuvo en seco, sus garras rozando apenas la seda destrozada del vestido de novia. Retrocedió un paso, con el pecho agitado y los ojos dorados ardiendo como brasas.
Elena, paralizada contra el respaldo de la cama, sintió que su corazón iba a desgarrarle el pecho. No entendía lo que pasaba. Era como si hubiese dos voluntades dentro de ese mismo cuerpo, luchando a muerte.
La bestia ladeó la cabeza, olfateó el aire con violencia y bufó con deleite.
—¿Por qué? —gruñó, esta vez con un tono más oscuro, salvaje—. Ella es nuestra… ¿No la hueles? Su aroma… es delicioso.
Elena apretó los labios para contener un sollozo. El miedo la tenía atrapada, incapaz de moverse, incapaz de gritar. Su piel erizada, los músculos rígidos, los ojos fijos en esa figura monstruosa que no dejaba de mirarla como un depredador analiza a su presa.
Las palabras no tenían sentido para ella, pero el tono le helaba la sangre.
El silencio se prolongó como una tortura hasta que, con un bufido molesto, el lobo pareció ceder.
—Bien… —dijo con desprecio—. Pero solo por esta vez, humano.
La criatura volvió a acercarse, y Elena retrocedió todo lo que pudo, chocando con el cabecero. Podía sentir el calor que emanaba su cuerpo descomunal. Antes de apartarse, el monstruo inclinó la cabeza y, con un gesto brutalmente íntimo, pasó la lengua áspera por su mejilla.
Elena ahogó un grito.
—Lo dicho… —ronroneó la bestia, con una sonrisa distorsionada por el hocico—. Deliciosa.
Y sin más, se giró hacia la ventana. Con un solo salto, el lobo atravesó el balcón y se perdió en la oscuridad de la noche.
Elena se quedó paralizada unos segundos, el cuerpo temblando de pies a cabeza. Luego, reaccionó con un impulso desesperado: corrió hacia el baño, cerró la puerta con cerrojo y se dejó caer contra el suelo de mármol. El eco de su respiración entrecortada rebotaba en los azulejos.
Había escuchado historias de hombres lobo, leyendas repetidas en voz baja, como cuentos de terror de aldeas lejanas. Criaturas que habitaban en los bosques, apartados del mundo humano, peligrosos, imposibles de ver en las grandes ciudades. Historias que había aprendido a ridiculizar como simples supersticiones.
Pero esa noche, encerrada en aquel baño, comprendió que la realidad podía ser mucho más aterradora que cualquier mito.
Y ese ser… esa criatura… ahora era su esposo.
El reloj parecía detenido, pero Elena no supo cuánto tiempo pasó. Tal vez minutos, tal vez horas. El miedo fue cediendo lentamente, reemplazado por un aturdimiento que no sabía si era resignación o incredulidad. Cuando por fin sintió que podía moverse, abrió la puerta con cautela.
El sol empezaba a pintar el cielo con tonos pálidos.
La habitación estaba en silencio, impregnada de un olor metálico, a sudor y tierra húmeda. Sobre la cama, desparramado y exhausto, estaba Darian. Su cuerpo estaba cubierto de lodo seco, las ropas hechas jirones colgaban apenas sobre sus hombros y el cabello desordenado le caía sobre la frente.
No parecía la bestia salvaje de hacía unas horas, sino un hombre derrotado por una guerra interior.
Elena se tensó. Instintivamente quiso retroceder y cerrar de nuevo la puerta, pero Darian se incorporó de golpe, clavando en ella unos ojos oscuros y humanos, aunque cargados de una intensidad que la hizo detenerse en seco.
Se levantó con esfuerzo, los músculos tensos, y en tres zancadas estuvo frente a ella. Elena intentó cerrar la puerta, pero él la sostuvo con una mano firme, dominando el marco con facilidad.
—Tenemos que hablar —dijo con voz ronca, todavía áspera por el gruñido de la noche.
—No… —susurró ella, con el corazón desbocado.
Darian la observó en silencio unos segundos, y luego empujó apenas lo suficiente para entrar al baño.
—Necesito bañarme —dijo sin mirarla—. Pero no confío en que me esperes aquí afuera.
Giró la cerradura desde dentro con un “clic” que a Elena le sonó como una sentencia. Caminó hacia la ducha con pasos pesados, mientras ella se quedaba en la puerta, temblando de incertidumbre.
—Tendrás que esperar —añadió, sin mirarla.
Elena tragó saliva, incapaz de articular una respuesta. Lo vio despojarse lentamente de las prendas desgarradas que aún le quedaban. Instintivamente giró el rostro, como si con ello pudiera borrar la imagen de su desnudez.
—Estás loco —dijo entre dientes, más para sí misma que para él.
Darian soltó una risa breve, cansada, que resonó en el vapor que comenzaba a llenar el baño.
—Tal vez. —Abrió el grifo, y el agua golpeó con fuerza contra el suelo de la ducha—. Pero no más que tú, al aceptar casarte conmigo.
Elena apretó los puños, la rabia y el miedo mezclándose en su pecho. Quiso responder, decirle la verdad, negarlo todo, pero las palabras se ahogaron en su garganta. El sonido del agua cayendo y el olor a tierra mojada llenaron el espacio, envolviéndolos en un silencio extraño.
Ella sabía que lo que acababa de empezar esa noche no terminaría con un simple baño. El secreto de Darian era un monstruo demasiado grande… y el suyo, la farsa que representaba, estaba a punto de ser descubierto.
Porque cuando él cerró los ojos bajo el agua, su voz llegó como un golpe seco, arrastrando cada letra como un juramento.
—Sé quién eres, Elena.
El corazón de ella se detuvo.
Y el mundo, tal como lo conocía, se quebró en ese instante.