Los días siguientes a la llegada de Héctor Valdez al valle de Luna Blanca transcurrieron con una calma engañosa. A simple vista, todo parecía tranquilo, pero bajo la superficie se movían corrientes de tensión, silencios cargados de preguntas y emociones contenidas.
El lobo solitario había sorprendido a todos con su comportamiento. No se mostraba altivo ni dominante, no buscaba el centro de atención. Se movía con una serenidad calculada, respetando los espacios y las jerarquías. Caminaba por los senderos de tierra apisonada, ayudaba a cargar leña para las fogatas y compartía comidas junto a los veteranos en el comedor común. En ocasiones se quedaba observando a los niños jugar entre las cabañas, con una expresión que mezclaba nostalgia y ternura.
Su aroma era distinto al de los demás lobos, más fuerte, con un toque metálico y antiguo, pero nunca invasivo. Se integraba sin imponerse. Era un invitado, y todos lo sabían, pero poco a poco la desconfianza inicial comenzó a disiparse.
Elena,