Los días siguientes al regreso de Darian y Elena al valle de Luna Blanca transcurrieron con una intensidad que nadie había anticipado. El entrenamiento de Elena se convirtió en el eje alrededor del cual giraba la rutina de la manada. Cada amanecer, cuando el sol apenas comenzaba a teñir de oro las copas de los pinos, el claro de entrenamiento se llenaba de lobos ansiosos por presenciar lo que ya se había convertido en un espectáculo diario. Elena, con el cabello recogido en una trenza práctica y el rostro concentrado, se plantaba en el centro del círculo de tierra compacta, mientras Rurik, con su chaqueta de cuero colgada en un tronco cercano, la observaba con una mezcla de paciencia y expectativa.
La manada, al principio, llegaba por simple curiosidad. Los rumores sobre el don de su reina luna corrían como el viento entre las cabañas: un escudo de luz que surgía de su pecho, capaz de repeler cualquier amenaza. Pero con cada sesión, la curiosidad dio paso a la admiración. Los lobos se