El silencio de la noche en la manada del Sur era profundo, interrumpido solo por el canto lejano de un búho y el murmullo del viento entre los árboles. Elena dormía a medias, enredada entre las sábanas, cuando la oscuridad de sus párpados se tiñó de imágenes que no parecían simples sueños.
Vio un claro iluminado por antorchas. El aire estaba cargado de tensión y las voces graves resonaban como ecos distantes. Frente a ella, un hombre de rodillas suplicaba con desesperación. Sus hombros anchos temblaban, y aunque su porte era el de un guerrero, en ese instante no era más que un hijo implorando clemencia.
—Padre, por favor… ella pertenece aquí —la voz se quebró como una rama seca—. Mis errores no deberían marcarla.
Elena sintió un estremecimiento. No podía ver con claridad a la mujer de la que hablaba, pero sabía, en lo más hondo, que esas palabras la rozaban a ella.
El anciano, erguido como una montaña, lo miraba con una mezcla de desprecio y firmeza. Su cabello plateado brillaba bajo