(Punto de Vista de Irina Volkov – 9 de enero, algún lugar bajo el mar Báltico)
El silencio en el submarino es absoluto.
Solo el zumbido bajo de los motores diesel-eléctricos y el latido constante de mi propio corazón. Estoy sentada en mi camarote privado, paredes de acero gris, una única lámpara roja que tiñe todo de sangre. Frente a mí, sobre la mesa de acero inoxidable, hay tres fotografías impresas en papel mate.
La primera: Nastya sonriendo el día que cumplió diecisiete, con su primer rifle de francotirador apoyado en el hombro como si fuera un juguete.
La segunda: Anya a los cuatro años, justo después de la operación de ojos, llorando en mis brazos mientras le prometía que nunca más tendría miedo a la oscuridad.
La tercera: Catalina Mancini, embarazadísima, saliendo del centro comercial de Catania con mi hija pequeña pegada a su vientre como una lapa.
Las miro durante horas.
No lloro. Hace años que no lloro.
El comandante del submarino, un capitán letón al que le pago el triple d