(Punto de Vista de Catalina – 38 semanas de embarazo – finales de marzo)
La primavera llegó a Sicilia como una explosión de almendros en flor y olor a azahar.
Mi barriga era ya un planeta propio. Caminaba como un pato armado y dormía sentada porque si me tumbaba del todo el bebé usaba mis costillas de portería de fútbol.
Dario se había vuelto insoportable de lo protector que estaba:
Dos ginecólogos privados viviendo en la fortaleza.
Ecografías cada tres días.
Un quirófano móvil instalado en el sótano por si había que hacer una cesárea de emergencia.
Y, sobre todo, una nueva enfermera obstétrica que llegó recomendada por la clínica privada de Palermo: María Esposito, morena, ojos cálidos, sonrisa tranquila, cuarenta y tantos años y manos que parecían hechas para traer niños al mundo.
A mí me cayó bien desde el primer día.
Hablaba poco, pero cuando lo hacía era con una voz suave que calmaba hasta a Anya, que normalmente desconfía de todo el mundo.
—Tranquila, signora Mancini —me decía m