(Punto de Vista de Catalina)
El sol de mediodía entraba a raudales por las vidrieras del comedor principal, dibujando rombos de luz dorada sobre la mesa de roble macizo. Yo removía el café sin probarlo, el aroma intenso del espresso italiano, mezclándose con el olor a mar que siempre impregnaba la fortaleza. Dario estaba sentado frente a mí, con la camisa negra abierta hasta el pecho, revelando las vendas nuevas que cubrían la herida superficial de su hombro izquierdo. Tenía una cicatriz fresca justo debajo de la clavícula: mi nombre, tatuado la noche anterior mientras yo dormía exhausta.
C-A-T-A-L-I-N-A.
Letras góticas, negras, profundas. La piel aún estaba enrojecida, hinchada.
—Has perdido la cabeza, Dario —dije al fin, dejando la cucharilla con un tintineo deliberado contra el plato de porcelana—. Tatuarme en tu piel como si fuera una marca de ganado.
Él levantó la vista del periódico que apenas hojeaba. Sus ojos oscuros brillaban con esa mezcla de diversión y amenaza que ya conoc