Dario soltó una risa breve, seca, cargada de algo más que ironía.
—Ah, la mia testarda (mi terca)… —dijo en un murmullo bajo, casi divertido, aunque sus ojos no reflejaban nada parecido a diversión—. Sabes que estás jugando con fuego, ¿verdad?
Odiaba cuando se le daba por hablarme en Italiano, pero no podía negar que su acento me parecía muy atractivo
—Estoy acostumbrada a quemarme —respondí, sin apartar mi mirada.
El silencio que siguió fue pesado.
Mi madre bajó la vista, incómoda ante esa especie de pulso invisible que nos envolvía. Dario la ignoró por completo, se acercó a la ventana y se encendió un cigarro, dejando que el humo llenara el aire entre nosotros.
—Mañana mismo firmaremos los papeles —dijo al fin, exhalando lentamente—. Quiero todo legal, sin espacio para que esos alemanes o cualquier otro imbécil piense que pueden tocarte.
Dijo sin ni siquiera voltear a mirarme, ni una sola vez.
Quise protestar, pero sus palabras fueron tan firmes que me dejaron sin aire. Era ese ton