La mañana llegó sin avisar, rompiendo la falsa calma de la noche. Toda la mansión aún permanecía en silencio, pero sabían que no duraría mucho, había una tensión que se podía sentir entre las sombras.
Enzo aún no había vuelto con noticias, y eso solo se podía significar una cosa: el traidor estaba más cerca de lo que se podían imaginar.
Quizás demasiado cerca.
Mientras terminaba de servirme un espresso, vi por el ventanal a Catalina caminando descalza por los jardines.
Aún tenía puesto el vestido blanco, ahora lleno en la parte de abajo de lodo y tierra seca. Había algo en su forma de moverse que me inquietaba: Era esa tormenta antes de la calma.
Terminé de tomar el café, tomé mi abrigo, mi arma y salí tras ella.
—¿No sabes que hay hombres que matarían por verte de esta manera?—dije, sin avisar de mi llegada. Al acercarme, Catalina giró, sobresaltada.
Sus ojos reflejaban tristeza a la luz del amanecer. Eran fríos y claros.
—Tú ya me mataste de otra forma Dario —respondió, con esa voz