Las bodegas del puerto estaban cargadas de un olor metálico, una mezcla entre pólvora, sudor y salitre. Aquellas naves oxidadas y húmedas no eran simples depósitos; eran el corazón del poder de Dario Mancini.
Allí se almacenaban armas, cargamentos de cocaína y heroína, cajas provenientes de contactos en Colombia y Turquía. El mundo entero parecía converger en esos galpones, y cada bala, cada paquete, era dinero y poder que corría por sus manos.
Dario caminaba entre las filas de cajas como si fueran altares en un templo, sus pasos resonando firmes sobre el suelo de concreto. Sus hombres lo seguían con respeto absoluto, casi con miedo. Porque esa noche había descubierto lo imperdonable: un soplón se había infiltrado en sus bodegas.
Lo habían atrapado hacía unas horas, un muchacho joven, apenas de veintitantos, con las manos atadas y el rostro hinchado por los golpes. Lo tenían arrodillado frente a Dario, en medio del galpón, rodeado de armas que jamás llegaría a ver en uso.
—Dime quién