La madrugada en Milán tenía un color de metal. La ciudad bostezaba entre sombras y farolas, ajena al pulso de sangre que se movía a través de sus venas: teléfonos que sonaban con órdenes, coches que corrían sin destino, hombres que afilaban silencios como cuchillos. En la mansión Mancini, la noche no era cese, era preparación. Allí donde otros dormían, el monstruo trabajaba.
Dario no estaba en su despacho ni en la sala de mapas. Estaba en el sótano: una estancia fría, con paredes de hormigón desnudo, una sola bombilla pendiendo del techo que lanzaba un cono de luz como un escenario. Las cajas apiladas de un lado, las armas en su sitio, los rastros de la expedición siciliana aun sin borrar. Hacía horas que no bebía, pero sí había bebido el sabor metálico de la violencia, y eso le bastaba.
Sus hombres conocían la diferencia entre el Dario que veía Catalina y el Dario que gobernaba la noche. El primero era un muro que se deshacía ante ella; el segundo, un martillo que no sabía piedad. Aq