La tarde estaba silenciosa, densa.
Después del estallido de la mañana, Danna había evitado cruzarse con Tom, manteniéndose ocupada en la cocina y doblando ropa para no pensar. Tom no había dicho nada más, pero su silencio era igual de intimidante.
Cerca de las cuatro de la tarde, un golpe seco en la puerta principal atravesó la casa.
Tom salió de su despacho al instante. Miró hacia el pasillo… luego hacia Danna, que estaba acomodando unos platos.
—Ve a la habitación —ordenó con voz baja, pero absoluta.
Ella levantó la mirada, confundida.
—Tom… ¿quién es?
—No preguntes. Solo entra —respondió sin levantar la voz.
Danna sintió ese frío familiar recorrerle la espalda. Obedecer era la única opción. Caminó hacia la habitación mientras los golpes en la puerta se repetían, más urgentes.
Tom fue detrás de ella.
Cuando Danna cruzó el marco, él cerró la puerta… y entonces se escuchó el sonido metálico de la llave girando.
Encerrada otra vez.
—Tom… —susurró desde dentro— por favor…
—Es solo un mo