Mundo ficciónIniciar sesiónEl resto de la cena transcurrió entre silencios fracturados. Danna apenas probó bocado, pero se obligó a mantener un ritmo natural para no llamar la atención. Tom terminó primero, dejó los cubiertos ordenados a un lado del plato —como siempre— y se reclinó en la silla para terminar su vaso de agua.
Danna se levantó enseguida para levantar los platos. —Déjame, yo recojo —dijo ella, casi en un susurro. Tom se limitó a mirarla. No dijo nada. Pero Danna sabía que, aunque él no lo pidiera, siempre esperaba que lo hiciera. Llevó los platos al fregadero y abrió la llave. El sonido del agua corriendo llenó la cocina, un ruido que en ese momento le pareció casi tranquilizador. Se arremangó, tomó una esponja y empezó a lavar los platos, concentrándose en la textura del jabón y el calor del agua para no pensar demasiado. Respiraba despacio. Medido. Controlado. Tenía la espalda recta, los hombros tensos. Sabía que Tom seguía sentado detrás de ella, observándola. Siempre observándola. Terminó el primer plato, lo enjuagó y lo colocó con cuidado en el escurridor. Tom aún no se movía. Se preguntó si estaba enojado todavía, si había interpretado su petición como una falta de respeto. “Solo quiero ayudar en la cafetería…” La frase seguía martillando en su cabeza. Estaba por tomar el segundo plato cuando escuchó movimiento detrás de ella. Tom se levantó de la silla. Sus pasos fueron lentos, casi silenciosos. Ella mantuvo la mirada fija en el agua jabonosa. No se giró. Tom pasó junto a ella sin rozarla. Se detuvo a su derecha, justo donde ella había dejado su bolso colgado del respaldo de una silla. El corazón de Danna empezó a latir más rápido. —¿Y este? —preguntó Tom con voz neutra. No tuvo que volverse para saber a qué se refería. Su teléfono. —Mi… mi celular —respondió ella, conteniendo el temblor en la voz. —Ajá —murmuró Tom, como si confirmara algo que ya sabía. Ella escuchó el sonido inconfundible del cierre del bolso al abrirse. —Tom… —susurró ella, con un hilo de voz. —Sigue lavando —dijo él, sin dureza, pero con una autoridad que no admitía réplica. Danna sintió un escalofrío bajar por su espalda. Intentó seguir concentrada en los platos, pero las manos comenzaron a temblarle, haciendo que la vajilla repiqueteara suavemente. Tom tomó el teléfono y lo encendió. La pantalla iluminó la cocina en un destello frío. —Pon tu código —ordenó él, sin mirarla. Ella se giró apenas, con el agua aún corriendo y las manos mojadas. —Tom… no tengo nada que esconder —dijo ella, buscando su mirada—. Pero… no tienes por qué— —Danna —la interrumpió, levantando la vista por primera vez en varios minutos. Su tono no fue violento. Fue peor. Fue suave. Como un aviso. —Pon. Tu. Código. El silencio pesó como plomo. Danna dejó la esponja a un lado, se secó las manos en su mandil y se acercó despacio. Tom sostenía el teléfono frente a ella, paciente, tranquilo… demasiado tranquilo. Con un nudo en el estómago, escribió su clave. La pantalla se desbloqueó. Tom no sonrió. Pero algo en sus ojos se relajó… o más bien, se afiló. —Gracias —murmuró él—. Ya puedes seguir. Danna regresó al fregadero, sintiendo cómo cada paso le costaba un mundo. El sonido del agua volvió a llenar la cocina. Pero ahora, junto a ese ruido, estaban los otros sonidos: El desliz de los dedos de Tom pasando por la pantalla. El clic del mensaje abriéndose. El leve suspiro que él hacía cuando encontraba algo que no le gustaba… o que no podía interpretar. Danna cerró los ojos un instante. No tenía nada que ocultar. Y, aun así, nunca había sentido tanto miedo de perderlo todo. Tom revisaba cada conversación, cada llamada, cada foto, cada detalle. Y ella… seguía fregando. Como si no se estuviera desmoronando por dentro. El sonido del agua llenaba la cocina, pero Danna ya no escuchaba nada con claridad. Su pulso golpeaba en sus oídos como un tambor nervioso. Mientras tallaba un plato, intentaba respirar hondo, intentando parecer tranquila, normal, invisible. Pero cada vez que Tom deslizaba su dedo sobre la pantalla, su estómago se contraía más. Sabía que no tenía nada “malo” en su teléfono. Nada que él pudiera considerar una traición. Pero Tom podía convertir lo más inocente en algo imperdonable. Y entonces ocurrió. Tom dejó de deslizar la pantalla. El silencio cambió. Se volvió frío. Más espeso. Más peligroso. Danna lo sintió antes de escucharlo. —Ajá… —murmuró él, muy despacio. Ese “ajá” fue suficiente para que el agua, de pronto, ya no se sintiera caliente sobre sus manos. Danna se volvió, con miedo. Tom tenía el ceño ligeramente fruncido mientras miraba la pantalla. —¿Qué es esto? —preguntó él, casi susurrando. Danna tragó saliva. —¿Qué… qué encontraste? Tom levantó el teléfono, mostrándole la pantalla desbloqueada. El chat grupal. “Lucía 💛 — Valeria 🌸 — Danna ✨” Un mensaje resaltaba, uno que ella había enviado hacía apenas dos semanas. “No sé… a veces Tom se está poniendo un poco controlador. Quizá solo estoy exagerando… pero ya no sé.” Las palabras brillaban como un faro de condena. Danna sintió cómo su alma abandonaba su cuerpo por un segundo. —Tom… —musitó—. Eso no es lo que parece. Él alzó la mirada lentamente. Y sus ojos ya no estaban vacíos. Estaban llenos de algo más oscuro. —¿Controlador? —repitió, con la voz peligrosamente tranquila—. ¿Eso es lo que dices de mí a tus amiguitas? —Tom, yo… yo solo estaba hablando con ellas, nada serio. Fue un mal día, yo— —¿Un mal día? —la interrumpió, dando un paso hacia ella—. ¿Eso dices? ¿Que soy controlador? Su respiración se volvió corta. —No… no quise decirlo así. —¿Y cómo lo quisiste decir? —otro paso—. A ver, explícame. Danna retrocedió sin pensarlo, chocando con el borde del fregadero. —Solo… tenía un mal rato y ellas preguntaron cómo estaba. Fue una conversación normal, Tom. No dije nada grave, yo… Él se acercó aún más, invadiendo su espacio. El teléfono aún en su mano, la pantalla encendida mostrando su supuesta traición. —Así que andas yendo por ahí contando intimidades de nuestro matrimonio. —No son intimidades. Fue solo un comentario. —¿Un comentario? —su voz se quebró de furia contenida—. Estás diciendo que yo te controlo. ¡A mis espaldas! —Tom… por favor, escúchame… Pero él ya no estaba escuchando. El cambio fue repentino. Un parpadeo de ira pura. Tom tomó su brazo con demasiada fuerza. —¿Crees que está bien hablar de mí así? —siseó. —Me haces daño… suéltame… —¿Eso les dices? ¿Que te hago daño? —espetó él, halándola hacia sí. —No, no, Tom, por favor— En un movimiento brusco, Tom la empujó contra la pared. El golpe le arrancó un jadeo. El sonido amortiguado contra el yeso retumbó en su pecho más que en la habitación. Danna apretó los ojos un instante, intentando recuperar el aliento, sintiendo la mano de él aún aferrada a su brazo, caliente, tensa, temblando de rabia. Tom se inclinó hacia ella, el rostro a pocos centímetros del suyo. —No vuelvas a hablar de mí así —dijo en un tono bajo, peligroso—. Nunca. ¿Me oíste? Danna asintió con la cabeza rápidamente, el miedo entumeciéndole la lengua. —Sí… sí, Tom… lo siento… Él respiró hondo, su pecho subiendo y bajando con violencia. Su agarre permaneció un segundo más… dos… tres. Y luego la soltó. Como si se quemara. Como si fuera su culpa que él estuviera así. Danna quedó apoyada contra la pared, temblando, sin saber si debía moverse o quedarse quieta. Tom dejó el teléfono sobre la mesa con un golpe seco. —Voy a ducharme —dijo simplemente, como si nada hubiera pasado. Y se fue. La puerta del baño se cerró. La ducha se encendió. Danna se quedó allí, con las manos aún húmedas y la espalda ardiendo. Y entonces lo entendió con claridad: El mensaje que él leyó no había sido un “poco controlador”. Había sido una advertencia. Una que ella aún no sabía cuán cierta iba a volverse.






