Mundo ficciónIniciar sesiónUn año después**
La cebolla chisporroteaba en la sartén y el aroma del ajo dorándose empezaba a llenar la cocina cuando Danna dejó caer la cuchara de madera en el borde del wok. Estaba cansada. Cansada de la rutina, cansada del silencio espeso que reinaba en la casa desde hacía meses, cansada de caminar con cuidado, como si el suelo pudiera romperse bajo sus pies con un solo paso mal dado. Eran las siete de la noche. Tom debería haber llegado hacía veinte minutos. O quizá era mejor así. Mientras más tardaba, más tiempo tenía para respirar en paz. Pero justo cuando ese pensamiento cruzó su mente, la cerradura se giró desde afuera. Click. El sonido la atravesó como un rayo. Danna se enderezó, con los músculos tensándose de inmediato. La puerta principal se abrió. Y luego… ¡BAM! Se cerró de golpe. Con fuerza. Demasiada fuerza. Un estruendo seco que retumbó en las paredes y le hizo temblar las manos. El corazón le dio un salto. Automático. Memorizado. Pavloviano. Porque en esa casa, cuando la puerta sonaba así, significaba solo una cosa: Tom había llegado furioso. Y hoy… hoy ella había cometido un error. Uno que él no tardaría en señalar. El aire en la cocina se volvió denso. El vapor que salía de la olla se mezcló con el miedo que comenzó a treparle por la columna. Danna tragó saliva, sintiendo cómo sus dedos se helaban mientras apagaba la hornilla. Los pasos de Tom resonaron en el pasillo. Rápidos. Pesados. Cargados de una tensión que ella ya reconocía al instante. —Danna —llamó su voz desde la sala, cortante como un filo metálico. Ella cerró los ojos un segundo y respiró hondo. No podía mostrarse nerviosa. No podía demostrar nada. “Controla tu respiración… baja los hombros… no le des motivos.” Abrió los ojos. Caminó hacia la entrada de la cocina. Tom apareció en el marco de la puerta. El traje arrugado. La corbata un poco suelta. La mandíbula tan tensa que parecía hecha de hierro. Los ojos oscuros… demasiado oscuros. —Hola, mi amor —murmuró Danna, con voz suave. Demasiado suave. Como quien intenta tranquilizar a un animal salvaje. Tom no respondió. Solo la miró. Un segundo. Dos. Tres. Como evaluándola. Como buscando algo en ella, algún gesto que pudiera usar en su contra. Y luego habló. —¿Dónde estuviste esta mañana? Su garganta se cerró un instante. Lo sabía. Lo sabía desde que escuchó la puerta azotarse. Él siempre sabía. —Fui… —su voz se quebró apenas, pero logró recomponerla—. Fui a ver a mi mamá. A la cafetería nueva. Solo por un rato. Silencio. Tom dio un paso hacia adelante. Luego otro. Sus ojos no parpadeaban. —No me avisaste —dijo, casi en un susurro. Danna tragó saliva. —Pensé que estabas en juntas… no quise molestarte. —¿Molestarme? —soltó una risa amarga, corta—. ¿Eso fue lo que pensaste? Danna no respondió. Sabía que cualquier palabra podía encenderlo más. Tom se acercó hasta quedar frente a ella. Tan cerca que podía sentir la tensión caliente de su respiración. Su olor a colonia mezclado con rabia. —Te llamé —dijo, con la voz más baja, más peligrosa—. Te escribí. Varias veces. —Mi teléfono estaba en silencio… —susurró ella. Tom inclinó la cabeza, estudiándola como si fuera un rompecabezas. —¿En silencio? —repitió—. Qué conveniente. Sus dedos rozaron el borde de la encimera. Los nudillos estaban blancos. Danna se mantuvo quieta. Completamente quieta. Sabía lo que venía después si ella retrocedía. Él la observó un segundo más… y después ladeó la cabeza, con una sonrisa que no era una sonrisa. —Qué curioso que siempre se te olvida avisar cuando sales sola —dijo con suavidad venenosa—. Como si ya no supieras cuáles son las reglas de esta casa. Un escalofrío le recorrió la espalda. Las reglas. Las que ella nunca había aceptado pero había aprendido a seguir. Danna entrelazó los dedos detrás de la espalda para que él no viera cómo temblaban. —Iré… iré a cambiarme —susurró, intentando desviar la tensión—. La cena está casi lista. Pensé que tendrías hambre cuando llegaras. Tom no respondió de inmediato. Simplemente la miró. Y en esos ojos… no había rastro del hombre dulce que conoció. Ninguna chispa del novio perfecto. Ningún vestigio del esposo que prometió cuidarla. Solo había algo oscuro. Algo frío. Algo que la vigilaba desde dentro de él. Finalmente, Tom caminó hacia ella despacio, levantó una mano… y le tomó la barbilla entre los dedos con firmeza. —Espero —dijo sin apartar la mirada— que para la próxima no olvides que eres mi esposa. Y tu lugar está donde yo pueda encontrarte. Ella sintió un pinchazo de miedo justo en el centro del pecho. No lloró. No retrocedió. No respondió. Ya había aprendido que no se llora frente a Tom. Tom soltó su barbilla y se alejó hacia la mesa. —Tengo hambre —anunció. Danna respiró hondo, muy hondo, y volvió a la cocina. Cada paso que daba sonaba como un eco de su propia decisión: contar, poco a poco, cómo una boda perfecta se convirtió en una prisión. Porque ese era su presente ahora. Y la historia que pronto comenzaría a desenterrarse.






