Ruego del alfa moribundo.

Ella se dejó caer a su lado, atónita. No podía creerlo. El hombre lleno de vida, el mismo que la había amado la noche anterior con la fiereza de un salvaje indomable, ahora tenía el cabello blanco, la mirada apagada y arrugas que le surcaban la piel.

Derek alzó la cabeza lentamente, con una sonrisa cansada.

—¿Por qué has venido a verme? —preguntó, atormentado; pues un humano no podía estar en ese salón sin sufrir repercusiones graves, incluso podría hasta morir con los órganos destrozados. Pero Scarlet seguía como si nada, sin emitir un solo quejido de dolor.

«Es extraño», pensó Derek, recordando que los lobos de bajo nivel escupían bocanadas de sangre con solo unos segundos allí. Lleno de pánico intentó empujarla, pero con sus sentidos lobunos nulos, apenas pudo palpar sin llegar a tocarla.

Scarlet agitó una mano frente a su rostro, y al notar que no reaccionaba, comprendió con horror que no podía verla.

Se cubrió la boca con una mano para ahogar un sollozo que amenazaba con estallar
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