Al caer la noche, Scarlet caminaba de un lado a otro en la pequeña habitación que Reiden les había prestado a ella y a su madre.
Cada paso que daba era un tamborileo de ansiedad que resonaba en sus huesos. Sentía el pecho oprimido, un nudo en la garganta y esa sensación insoportable de que, si no hacía algo, perdería a Derek para siempre.
—Debo verlo… —susurraba, estrujándose las manos contra el pecho como si intentara retener su propio corazón desbocado—. No me importa lo que diga mi suegra, ¡tengo derecho a ver a mi esposo!
Giró la cabeza y suspiró al ver que su madre, al fin, comenzaba a quedarse dormida.
Cerró los ojos con fuerza, contuvo la respiración y, en absoluto silencio, tomó sus zapatos entre las manos.
Descalza, se deslizó hacia la puerta como una ladrona que huía de un crimen.
No sabía dónde estaba Derek en aquel complejo enorme y laberíntico. Y aunque había suplicado varias veces a su suegra, esta se negaba rotundamente a decirle nada.
Observó a todos lados, conteniend