Mauricio, el padre de Scarlet, observaba a Derek y al rey de los brujos con una desconfianza tan visible que casi podía olerse. Los seres sobrenaturales eran enemigos mortales de su raza, y pararse frente a ellos era, para él, como mostrar un chuletón sangrante a un par de lobos hambrientos.
—Hija, créeme cuando te digo que venir conmigo es la opción inteligente —dijo a Scarlet sin apartar la mirada de Derek, como si esperara que en cualquier momento le saltara encima.
—Señor, ya le dije que no me diga hija. Padre no es quien engendra. El espermatozoide lo puede donar cualquiera —replicó Scarlet con el ceño fruncido y el tono lleno de rencor—. E irme con usted nunca será opción.
—Pero estás en peligro quedándote aquí —soltó Mauricio, bajando los hombros con frustración.
—¿Ah, sí? —Scarlet cruzó los brazos y lo miró de arriba abajo—. Pues deje el misterio y hable claro de una vez.
—Es que… —balbuceó, mirando con cautela al brujo y luego a Derek, que ya fruncía el ceño.
—Le tengo con