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Capítulo 7- El primer fuego

La mentira se había convertido en un músculo que Elsa ejercitaba a diario.

- Después del primer café matutino, vinieron dos encuentros más. El segundo fue esa misma semana, una tarde noche en el mismo local. El ambiente, más oscuro y tranquilo, se prestaba a las confesiones. Fue ahí donde se desarmaron solo con palabras.

- Damián le contó sobre sus viajes, sus negocios fallidos y, sí, sobre la desesperada rotación de mujeres que había usado para intentar replicar la intensidad que ella le había quitado.

- Elsa, por su parte, le describió la construcción de su vida con Leo: la remodelación de la casa, el planning familiar, la seguridad. Mantuvo su fachada con una tenacidad admirable. "No estoy aquí para buscar algo que tengo, Damián," le había dicho, con una voz firme que temblaba. "Estoy aquí porque me sorprende que tú, un hombre que huye de la estabilidad, me hayas amado. Quería verlo con mis propios ojos." En ese segundo encuentro, solo se habían despedido con una mirada larga, sin contacto.

- El tercer encuentro, una semana después, fue la rendición total.

La noche anterior, Elsa no pudo más con el silencio. Sacó el móvil y escribió un mensaje que no era una cita, sino la verdad cruda que Leo se negaba a escuchar.

Elsa: No, Leo no me toca. No desde hace un mes. Y sí, me gustaría verte, quisiera volver a sentir tus besos.

La respuesta de Damián fue inmediata, cortando el aire como un cuchillo: "Dame un lugar. Y no traigas mentiras esta vez."

Elsa le dijo que iría a su casa y podrían verse un rato en el estacionamiento, un lugar donde nadie de su trabajo ni de su círculo la reconocería. Sería después de la oficina.

El sol se había puesto cuando Elsa llegó al punto de encuentro. Damián ya estaba allí. No llevaba la chaqueta de cuero, solo una camisa ajustada de cuello abierto. Se acercó a ella sin prisa, pero con una intención que a Elsa le erizó la piel.

"Te atreviste a decir la verdad," murmuró Damián. Su voz era grave.

"Me obligaste," respondió ella, tratando de mantener su fachada, pero fallando.

"No, yo te desafié. Tú elegiste venir aquí y decírmelo." Se detuvo a un palmo de distancia. No la tocó, pero la energía entre ellos era casi eléctrica. "Así que la mujer estable, la arquitecta de futuros, se está muriendo de hambre." No puedo creerlo, como me vas a decir que no te toca ? Porque que pasa? Bueno no es mi problema.

Elsa asintió, las palabras atascadas en su garganta. No tuvo que hablar. La vergüenza y el deseo se mezclaron en su expresión.

Damián fue el primero en romper la distancia. Sus manos se posaron en su cintura, firmes, posesivas, sin preguntar. El contacto fue un choque que borró el recuerdo de las semanas frías. La tomó por la barbilla e inclinó su rostro. Sus ojos verdes la miraron una última vez, buscando el consentimiento que ya estaba implícito en su presencia allí.

El beso no fue tierno ni romántico; fue una demanda brutal, la explosión del anhelo que había estado cociéndose durante cinco años. Ella respondió con la misma desesperación. Las manos de Damián se deslizaron por su espalda, apretándola contra su cuerpo con una fuerza que ella había olvidado que existía. Era un recordatorio visceral de que estaba viva.

Se separaron, jadeando. Damián la llevó hasta la parte trasera de su coche, donde la sombra era más espesa. Allí, contra el metal frío, las manos de Damián no se detuvieron. Sus dedos ágiles buscaron el dobladillo de su falda. Elsa no protestó; la urgencia de él era su propia urgencia.

"Dime que me equivoqué al venir," susurró Damián, con la respiración caliente en su cuello.

"No," respondió ella, la palabra una exhalación de pura necesidad.

Las caricias fueron rápidas, expertas, sin la paciencia que requiere la construcción de un hogar, sino la urgencia de un incendio. Él le desabrochó la blusa, sintiendo el calor de su piel. Se besaron de nuevo, un largo beso profundo y voraz.

Luego, Damián se arrodilló, y el gesto fue una súplica y una orden. Se dedicó a ella con una devoción física que no tenía nada que ver con el amor y todo que ver con la pasión prohibida. Los gemidos de Elsa se ahogaron contra el hombro de él, sonidos que ella no había emitido en el silencio de su propia cama.

Cuando todo terminó, no hubo palabras. Damián se levantó, su rostro marcado por la intensidad del momento. Arregló su ropa con una eficiencia brutal y profesional, como si acabara de cerrar un negocio.

"Ahora lo sabes," le dijo Damián, y en su tono no había triunfo, solo una sentencia. "Esto es lo que te falta. Y yo estoy aquí para dártelo. Pero recuerda, Elsa, esto tiene fecha de caducidad. Yo no voy a competir con el hombre de tu futuro."

Elsa asintió, temblando ligeramente, sintiendo el caos y la culpa. Pero por primera vez en mucho tiempo, la respuesta a la pregunta de si era deseada no venía de una cuenta bancaria ni de un plano de construcción. Venía directamente de la electricidad que aún zumbaba en su cuerpo. Se subió a su coche y condujo hacia el hogar que había jurado construir, pero sintiendo que los cimientos de ese futuro se acababan de agrietar para siempre.

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