La sensación de las sábanas del hotel y el olor a la loción de Damián persistían en la piel de Elsa, invisibles, pero inconfundibles. Regresó a su vida con Leo como una intrusa, una actriz que acababa de interpretar el papel de su vida. El peso de la carta, escondida bajo sus medias en el cajón, y la etiqueta de "novia a escondidas" que Damián le había impuesto, eran la nueva realidad.
El primer día fue una tortura. Elsa se duchaba con un celo febril, intentando borrar cualquier rastro físico, mientras su mente reproducía cada beso y cada confesión. Leo, inmerso en un nuevo y desafiante proyecto, mantuvo su habitual distancia. Su amor se manifestaba en preguntas prácticas sobre sus vitaminas y su agenda, no en exploraciones sobre su estado de ánimo. Ella estaba a salvo en su ceguera, pero esa seguridad la hacía sentirse aún más culpable.
Elsa comenzó a analizar lo que sentía por Damián. Al principio, era pura química sexual, la necesidad de ser vista y deseada como mujer. Pero ahora,