La noche había envuelto Nueva York en su manto de luces titilantes, pero en el ático de Alexander Vance, la jornada laboral estaba lejos de terminar. Olivia estaba sumergida en los últimos preparativos para la inauguración del piso piloto en Boston, que se celebraría en apenas cuarenta y ocho horas. Sobre su mesa se extendían muestras de tejido para la ropa de cama de última hora, el menú degustación para el evento de prensa y una pila de informes finales de Clara que detallaban cada centímetro cuadrado del espacio terminado. La energía era un zumbido de anticipación y meticulosidad.
Alexander, por su parte, trabajaba en su estudio contiguo. El silencio entre ellos era cómodo, productivo, roto solo por el suave tecleo de sus respectivos portátiles y el ocasional susurro del aire acondicionado. Era la quietud de dos estrategas afinando los últimos movimientos antes de una batalla crucial, pero una batalla que, por primera vez, sentían que iban a ganar juntos.
Olivia alzó la vista de un