El aire en la oficina de Alexander olía a tormenta. No a la tensión eléctrica de un casi beso, sino al ozono pesado que precede a un choque de frentes de poder. Olivia estaba revisando los últimos informes de Clara—progreso real, tangible, los lavabos de piedra ya estaban siendo tallados, las mediciones para los cabeceros de madera se habían completado—cuando la puerta del estudio se abrió de par en par.
Charles Vance estaba allí, su rostro congestionado por una ira que apenas lograba contener. No venía solo. A su espalda, como un espectro satisfecho, se encontraba Sebastian, cuya sonrisa era un corte delgado y afilado en su rostro.
—Alexander —gruñó Charles, ignorando por completo a Olivia—. Necesitamos hablar. Ahora.
Alexander, sentado tras su escritorio, no pareció sorprendido. Bajó con calma el informe que sostenía. —Tío Charles. Sebastian. Siempre es un placer. —Su tono era tan frío que casi podía verse la escarcha en las palabras—. ¿A qué debo el honor?
—¿Honor? —Charles escupió