La distancia entre ellos era ya una memoria. El aire, cargado de la electricidad de la discusión, se había transformado en algo denso, palpable, un campo magnético que atraía sus cuerpos el uno hacia el otro. La yema de los dedos de Alexander rozó la línea de la mandíbula de Olivia, un contacto tan leve como un suspiro, pero que le incendió la piel. Bajo su pulso, sintió el temblor casi imperceptible que la recorría, un eco del suyo propio. Olivia cerró los ojos, una rendición silenciosa. Las lágrimas que antes hablaban de furia ahora brillaban como promesas en sus pestañas. El mundo exterior—el contrato, la empresa, Sebastian—se desdibujó hasta convertirse en un rumor lejano. Solo existía el espacio reducido que compartían, el calor que emanaba de sus cuerpos y la pregunta sin respuesta que pendía de sus labios.
Alexander inclinó la cabeza. Su mirada, antes una fortaleza impenetrable de hielo y cálculo, se había suavizado en una intensidad diferente, cruda y vulnerable. Observó la cu