Angelo no dejaba de sacudir la pierna, ansioso, mientras el médico evaluaba a Lionetta. Ella había despertado brevemente durante el viaje de regreso a casa, lo había mirado apenas un instante antes de volver a quedarse dormida. Su respiración pausada fue lo único que evitó que perdiera la cabeza.
—Todo parece estar bien con la señora —dijo finalmente el doctor—. Sus signos vitales son estables y no hay indicios de envenenamiento. Lo más probable es que despierte en en cualquier momento.
—¿Está seguro? —preguntó Angelo con la voz tensa, como si su alma dependiera de esa respuesta.
—Sí —afirmó con seguridad.
Se escuchó un suspiro colectivo de alivio en la habitación.
—Ahora que sabemos que Lionetta estará bien, es hora de que dejes que el médico revise tu pierna —dijo su padre, con tono firme que no admitía lugar a discusión—. Es evidente que te está molestando.
Su padre tenía razón. El dolor era cada vez más intenso, pero Angelo lo había ignorado. Toda su energía había estado enfocada