Después de más de diez horas viajando, se sentía demasiado bien respirar aire fresco y estirar las piernas. Lionetta salió a la terraza de la cabaña y se quedó sin aliento.
El aire estaba impregnado de sal, flores tropicales y libertad. Frente a ella, el mar se extendía en un azul infinito, perdiéndose más allá del horizonte. A lo lejos, otra isla recortaba su silueta sobre el cielo claro. Era imposible no sentirse pequeña y a la vez completamente viva en un lugar así. Un paraíso en la tierra.
Detrás de ella, escuchó la voz de Angelo despidiéndose del hombre que los había acompañado desde el helipuerto. Un instante después, su esposo la rodeó por la cintura y apoyó el mentón en su hombro.
—Había olvidado lo hermoso que era este lugar —murmuró Lionetta, aún sin poder apartar la mirada del paisaje.
Cuando se casó con Angelo, él se había encargado de preparar cada detalle de la luna de miel y la había llevado justo allí. Ahora, años después, habían vuelto a ese rincón escondido del mundo