Lena no entendía cómo había acabado allí. Ana la había convencido con esa insistencia que no dejaba margen:
—Solo una charla en el centro cultural, nada pesado. Después te invito un vino —había dicho con esa sonrisa que desarmaba cualquier resistencia.
Y ahí estaba, en un auditorio de paredes beige y aire cargado a café recalentado, rodeada de conversaciones que se sentían más como un zumbido gris que como voces reales. En el escenario, alguien hablaba del futuro de las ciudades, de inteligencia urbana y sostenibilidad. Las palabras rebotaban contra el techo y se disolvían antes de llegarle del todo. Lena las escuchaba como si vinieran desde otro plano, mientras su atención se perdía en el parpadeo errático de las luces o en el sonido repetido de las cucharitas golpeando el fondo de las tazas.
Ya ensayaba una excusa mental para escabullirse cuando lo vio.
Elías.
Estaba de pie junto a una mesa con folletos, sin el traje impecable que lo convertía en una figura lejana, sino con una chaq