La ciudad amanecía envuelta en un silencio espeso, como si el aire recordara algo que los humanos habían olvidado. Lena no había dormido. Caminaba por el departamento en penumbra con una taza de café entre las manos, observando cómo la primera luz del día se filtraba en líneas oblicuas sobre las paredes. Todo parecía igual: la mesa, los cuadros, el reloj inmóvil. Pero había una vibración nueva bajo la superficie, una especie de pulso contenido que no pertenecía al mundo de siempre.
Javier ya se había ido. El eco de la puerta aún resonaba en la memoria de la casa. Sobre la mesa quedaron dos tazas —una intacta— y un papel con su letra apurada: “Hablamos luego.” Lena lo leyó tres veces, sin saber si era una promesa o una despedida. Dejó el papel junto a la taza fría y se apoyó un momento en el borde de la ventana. Afuera, el viento arrastraba restos de hojas secas y un olor a tierra húmeda. Por un instante tuvo la absurda sensación de que la ciudad respiraba, que cada bocanada de aire era