No fue un sueño. No fue una visión. Fue una memoria con cuerpo.
Lena no recordaba haberse dormido. Estaba sentada en el sillón del estudio, la manta aún sobre las piernas, una taza de té a medio terminar sobre la mesa baja. El vapor ya no danzaba, pero la humedad persistía en sus labios, como si la noche se negara a enfriar del todo. Había una vibración suave en el aire, apenas perceptible, un zumbido leve que parecía venir del interior de las paredes.
El reloj del comedor marcaba las tres y veintidós de la madrugada. Afuera, la ciudad dormía con esa calma artificial que precede al amanecer. Todo estaba en su sitio, y sin embargo algo había cambiado. El aire pesaba distinto, más espeso, cargado de un silencio que no era ausencia, sino presencia contenida.
Lena se incorporó despacio. La madera del suelo crujió bajo sus pies descalzos. No había viento, pero la cortina se movía con un pulso apenas visible, como si respirara. En la penumbra, la línea del horizonte parecía doblarse, como si