La mañana llegó, pero no trajo alivio.
Lena caminó hasta la oficina como si sus pies aún pertenecieran a otro tiempo. Cada paso resonaba con el eco del temblor que la habitaba desde la madrugada. El mundo seguía girando —autos, voces, luces intermitentes—, pero dentro de ella todo permanecía suspendido, detenido en un punto donde la memoria y la vigilia se confundían.
Había recordado. No un sueño, no una visión: un fragmento entero de algo que fue real. Algo que, hasta esa noche, había preferido no saber.
El ascensor subió en silencio, reflejando su rostro en el acero: las ojeras nuevas, la piel sin color, los ojos de quien ha envejecido una década en unas horas. Cuando cruzó las puertas de cristal, el aire frío del piso la golpeó como una pared invisible. Y ahí estaba Ana, en su escritorio, con el cabello tirante y un café a medio tomar. Pero en su mirada había algo distinto: una quietud expectante, como si supiera.
—Llegaste temprano —dijo sin levantar del todo la vista.
Lena inten