Lena abrió los ojos antes de que amaneciera del todo.
La penumbra tenía ese espesor ambiguo que hace dudar si uno está despierto o atrapado en un sueño.
El silencio de la casa era denso, pegajoso.
No el cómodo de los días tranquilos, sino ese que se forma justo antes de que algo se quiebre.
Juraría que escuchaba pasos en el pasillo, aunque todo estaba inmóvil.
Contuvo la respiración. Un miedo irracional se le trepó por la espalda.
No quería moverse, como si cualquier gesto pudiera confirmar lo impensable: que no estaba sola.
Giró la cabeza.
Javier dormía a su lado, boca arriba, con un brazo colgando fuera de la cama y la boca entreabierta. Respiraba con esa paz envidiable de quienes no cargan fantasmas. Dormía como alguien que confía en que el mundo seguirá intacto al despertar.
Lena lo observó. A veces envidiaba esa paz.
Y otras, simplemente la extrañaba.
Recordó, sin proponérselo, una mañana de hace años: vacaciones en la costa, el sol colándose por la ventana, Javier haciéndole caf