La sala de audiencias olía a madera vieja, desinfectante y miedo. El murmullo del público se apagó en cuanto las puertas se abrieron y dos guardias escoltaron a Elías hasta el banquillo. Su figura parecía más delgada, el rostro pálido, los ojos grises apagados por noches sin descanso. Vestía el uniforme gris del centro de detención, pero su porte seguía intacto. Frente a él, el fiscal Garmendia lo observaba con el aplomo satisfecho de quien ya se siente vencedor. A su lado, Darío Silver se acomodó los papeles y respiró hondo, consciente de que estaba a punto de pelear con un muro.
En la primera fila, Valeria contenía el aliento. Sus manos temblaban sobre el regazo, entrelazadas con las de Clara, que trataba de sostenerla con un valor que apenas conservaba. El rostro de Valeria estaba pálido, sin maquillaje, con los ojos hinchados y una determinación que se quebraba por dentro.
La jueza Orlina Vargas golpeó suavemente el mazo. Su voz era seca, profesional, desprovista de emoción.
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