El ligero ardor en su mejilla era un recordatorio impertinente. Ricardo Auravel se ajustó el nudo de la corbata frente al espejo del limusina, observando el tenue enrojecimiento donde Clara lo había abofeteado. ¿Cómo era posible que esa mujer, después de todos estos años, todavía tuviera el poder de herirlo? Sacudió la cabeza. La debilidad era un lujo que no podía permitirse. No hoy.
Al llegar a la suite de Gloria en el hospital, se encontró con una escena que no esperaba: la joven, pálida pero resuelta, ya vestida de calle, con el bebé en brazos y una bolsa a sus pies.
"Vine a llevarte a tu casa, querida."
"Ricardo, no es necesario", murmuró ella, evitando su mirada.
"Claro que lo es, y lo haré. Debo asegurarme de que estén bien. Vamos."
Sin dar opción a réplica, tomó su bolso y esperó a que un camillero la ayudara a subir a una silla de ruedas, con el pequeño Renato dormido en sus brazos. Gloria estaba tensa, los nudillos blancos al aferrarse al bebé.
La ayudó a subir a