El agotamiento físico y emocional había vencido a Mauricio, arrullándolo en un sueño inquieto en el incómodo banco de la sala de espera de la UCI. Pero ese frágil descanso se quebró de golpe con el sonido de pasos apresurados y el crujido de las ruedas de un carro de emergencias. Sus ojos se abrieron, el corazón disparándose contra sus costillas antes de que su mente pudiera procesar lo que veía.
Un equipo de médicos y enfermeras entraba corriendo a la UCI, sus voces urgentes, sus movimientos precisos y llenos de una tensión que helaba la sangre.
—¡No! —La palabra escapó de los labios de Mauricio como un grito ahogado. Se levantó tan rápido que el mundo giró, pero el pánico lo impulsó hacia la puerta de la UCI.
—¡Gabriel!
Intentó cruzar el umbral, pero unos brazos firmes lo detuvieron. Eran los guardias de seguridad del hospital, con rostros compasivos pero inflexibles.
—Señor, no puede entrar —dijo uno, conteniéndolo con suavidad pero con firmeza—. Por favor, cálmese. Si