El corazón de Gabriel latía con un ritmo desbocado y sordo, como un tambor ahogado en algodón. Cada paso por el corredor del centro de rehabilitación era una eternidad. El presentimiento que lo carcomía desde la mañana se había convertido en una garra fría alrededor de su pecho.
—Gabriel —la voz de Mauricio, suave pero firme, lo detuvo justo antes de que su mano tocara la puerta de la habitación—. Respira. Sea lo que sea lo que diga, lo manejamos. Juntos.
Gabriel asintió, pero la ansiedad no cedió. Empujó la puerta.
El hombre sentado en la cama, demacrado y con la piel cetrina, pero con una lucidez inesperada en los ojos, los miró con fastidio.
—Sí, qué, ya sé quiénes son. Son insistentes, ¿eh? —la voz de Raúl Flores era áspera, pero no ebria—. Díganme, chicos, ¿qué quieren de mí? Los he evitado porque vivía hundido en el… bueno, olvídenlo, ya saben. Soy un alcohólico. Pero estoy limpio. Hoy.
Se presentaron. Al oír "Gabriel Brévenor", los ojos del ex comandante se abrieron levem