Mundo ficciónIniciar sesiónValeria bajó al comedor con una mezcla de curiosidad y fastidio. Después de acomodar sus cosas, esperaba conocer por fin al señor Montenegro, el hombre detrás de esa oferta tan generosa y, según su padre, tan insignificante. Se imaginaba a un hombre mayor, de rostro cansado y manos callosas, quizás un poco huraño. Algo que encajara con la finca rústica y las cepas antiguas.
El comedor estaba en penumbra, iluminado solo por la tenue luz de una lámpara de pie y las velas centelleantes sobre el mantel. Entonces oyó pasos firmes acercándose por el corredor. Cuando la figura apareció en el marco de la puerta, el aire se le atoró en el pecho. No era un hombre mayor. Era él. El jornalero de mirada gris y sonrisa fácil con el que había compartido la tarde. El mismo que la había hecho reír con anécdotas de la tierra y cuyo torso sudoroso y musculoso no había podido sacar de su mente. Solo que ahora estaba vestido con un traje oscuro, impecable, que acentuaba sus hombros anchos y su estatura imponente. La camisa blanca, abierta en el cuello, revelaba una piel bronceada que olía a jabón de cedro y algo más, algo intenso y masculino que le hizo dar un leve paso atrás. La sorpresa fue tan brutal que por un segundo se quedó sin palabras. Lo miró de arriba abajo, procesando la información. El overol sucio, las manos terrosas... todo había sido una farsa. Él la había observado, la había estudiado, mientras ella, como una tonta, le daba consejos técnicos creyendo hablar con un empleado. La indignación le quemó las mejillas. Cruzó los brazos, apretándolos contra su pecho para disimular el temblor de sus manos. —Señor Montenegro —logró decir, y su voz sonó fría y cortante como el cristal—. Entonces, ¿además de dueño, también es aficionado al teatro? ¿O hay alguna otra razón particular por la que decidió interpretar el papel de jornalero esta tarde? Elías no pareció molesto. Al contrario, una sonrisa de genuino asombro —y algo que parecía diversión— se dibujó en sus labios antes de que pudiera controlarla. Esa reacción la enfureció aún más. —Mis disculpas si la ofendí —respondió, con un tono que pretendía ser ligero, pero que a ella le sonó a burla—. Es solo que usted no se presentó formalmente, ni tampoco preguntó mi nombre. Asumí que prefería la informalidad del lugar. Valeria abrió la boca para soltar una réplica cargada de sarcasmo, pero él, con una fluidez exasperante, continuó: —No se preocupe, señorita. Venga, cenemos y después hablamos de negocios. Con un gesto sorprendentemente galante, le acercó la silla. La furia burbujeó en su pecho, pero, atrapada en su propia educación, se dejó caer en el asiento con un suspiro de resignación. Sin embargo, a medida que los platos se sucedían, algo extraño sucedió. El enfado inicial dio paso a una conversación que fluyó con una naturalidad inquietante. Él se presentó como un enólogo joven que heredó la finca de un tío lejano. Contó anécdotas de Costa Serena, la ciudad costera donde creció, y expuso sus ambiciosos planes para Montenegro. Valeria asentía, pero una alerta se encendía en su mente. Él sabe demasiado. Sus conocimientos sobre suelos, cepas antiguas y técnicas de cultivo no cuadraban con la historia de un hombre criado lejos de los viñedos. Eran profundos, casi viscerales. Y esos ojos grises… seguían martilleando en su memoria, un eco perturbador de un rostro infantil que creía haber olvidado. Después de cenar, en la intimidad del salón con sus paredes de piedra y el suave crepitar de la chimenea, la tensión se transformó. Ya no era solo profesional. Cada mirada que él le lanzaba parecía cargada de un significado más profundo, haciendo que su piel se erizara. Cuando descorchó una botella sin etiqueta y le ofreció una copa, sus dedos rozaron los de ella brevemente. Un simple roce, pero suficiente para que un escalofrío le recorriera el brazo. —Es de una de las últimas cosechas de mi tío—explicó, sirgiendo el líquido rubí en su copa—. Quiero su opinión profesional. Valeria alzó la copa. Al primer sorbo, un escalofrío frío le recorrió la espalda. El sabor era terriblemente familiar. Tenía la estructura, la elegancia ácida y el perfil de frutas oscuras y especias que reconocía al instante: era idéntico al Brévenor Reserva de finales de los 90, un vino que su padre guardaba como un tesoro nacional. ¿Cómo era posible? —Un vino excelente, señor Montenegro. Con un carácter muy… definido —comentó, guardando el secreto como él había guardado el suyo. La charla continuó, pero Valeria ya no podía concentrarse. Una atracción peligrosa y completamente inapropiada crecía dentro de ella. Su inteligencia, su pasión por el vino, la intensidad que desprendía… Era una combinación letal. Cada vez que sus miradas se cruzaban, sentía un calambre en el estómago. Era desconcertante. Este hombre la había engañado, y sin embargo, se sentía más viva, más escuchada en su presencia que en cualquier conversación con los pulcros ejecutivos o los herederos aburridos de su círculo. La proximidad de él para analizarlo en profundidad. Lo que dominaba sus sentidos era el olor limpio de su piel, la forma en que su camisa se ajustaba a sus hombros, la intensidad de su mirada que parecía ver directamente a través de su fachada de profesionalismo. Finalmente, no pudo soportar más la carga de la atracción y la confusión. Se levantó, sintiendo que sus piernas temblaban ligeramente. —Señor Montenegro, debo excusarme —dijo, esperando que su voz no delatara el temblor interno—. El viaje ha sido agotador. Él se levantó al instante, su altura haciendo que se sintiera pequeña y vulnerable de una manera que no era desagradable. —Por supuesto. Mañana, después del desayuno, le mostraré la bodega subterránea. Tenemos mucho que analizar —dijo, y su voz era una caricia baja y grave que le resonó en el vientre. Se acercó y le extendió la mano. Valeria, hipnotizada por la momentánea intensidad de sus ojos, la tomó. Fue un error instantáneo. O tal vez un acierto que su mente no podia procesar. En el contacto, una descarga eléctrica, cálida y vibrante, le recorrió el brazo y se expandió por su pecho, bajando hasta un punto profundo y sensible en su bajo vientre. El aire pareció espesarse. Sintió un rubor ardiente subir por su cuello hasta sus mejillas y una humedad repentina y vergonzosa, pero terriblemente excitante, entre sus muslos. Su respiración se cortó. —B-Buenas noches —logró balbucear, retirando la mano con una rapidez que delataba su turbación. Salió del salón sin mirar atrás, subiendo las escaleras hacia su habitación con el corazón desbocado. Al cerrar la puerta, se apoyó contra la madera sólida, jadeando. Se llevó la mano al pecho, como si pudiera calmar los latidos frenéticos. El lugar donde su piel había tocado la de él todavía hormigueaba. Miró su reflejo en el espejo del vestidor:ojos brillantes, labios entreabiertos, piel sonrojada. No era la imagen de una mujer enfadada por un engaño. Era la imagen de una mujer deseando que los dedos que habían rozado los suyos bajaran a explorar otros lugares de su cuerpo, descubriendo los secretos que ella misma empezaba a temer admitir. Esta atracción era un peligro, un fuego en el que estaba a punto de lanzarse, y lo peor era que una parte de ella, una parte que había permanecido dormida durante años, ya no quería apagarlo.






