La lluvia golpeaba los ventanales del despacho de Ricardo Auravel, empañando la vista del skyline de Brévena. Dentro, el silencio era tan pesado como el mobiliario de caoba. Esteban Brévenor permanecía de pie, con la espalda rígida, frente al escritorio donde su antiguo amigo —o lo que quedaba de esa amistad— sorbía un whisky con parsimonia.
—No entiendo esta urgencia, Ricardo —dijo Esteban, conteniendo la irritación en su voz—. El acuerdo entre Mauricio y Valeria puede esperar. Son jóvenes.
Ricardo dejó el vaso sobre un posavasos de cristal tallado. El sonido, seco y preciso, cortó el aire como una advertencia.
—Los tiempos cambian, Esteban. Y las deudas, sobre todo las morales, no prescriben.
Esteban sintió un escalofrío, pero su rostro no se inmutó. —¿Deudas? Nuestras cuentas están saldadas desde hace años.
—¿En serio? —Ricardo sonrió, una mueca fría que no llegaba a sus ojos—. ¿Crees que el tiempo borra todo? Incluso aquellas… irregularidades que nos beneficiaron a ambos.
Se levan