El amanecer en la cala privada fue un espectáculo de tonos dorados y naranjas que se reflejaron en la piel sudorosa de Elías y Valeria. El sol naciente los encontró entrelazados, el calor del nuevo día reemplazando al de sus cuerpos. Valeria, deslumbrada por la belleza del momento y aún embriagada por la pasión de la noche, admiró el paisaje por un instante antes de que una sonrisa pícara se dibujara en sus labios.
Sin mediar palabra, se subió sobre Elías, que yacía medio dormido. Él despertó al instante, sorprendido y excitado al verla tomar el control con tal deliberación. No hubo prisa, ni preguntas. Ella lo guió dentro de sí, montándolo sin barreras con una lentitud exquisita que le arrancó un gruñido profundo.
—Dios, Valeria… —jadeó él, sus manos agarrando sus caderas—. Te sientes tan… exquisita así.
Ella no respondió, solo cerró los ojos, concentrándose en la sensación de plenitud, en la intimidad cruda y sin barreras. La pasión, contenida durante tanto tiempo, se desbordó