El aire nocturno de Costa Serena era cálido y llevaba la fragancia salada del mar mezclada con el dulce aroma de las buganvillas. Valeria, sintiendo una ligereza que no experimentaba desde hacía semanas, encontró una botella de vino tinto y dos copas. Con una sonrisa cómplice, guió a Elías a través del patio trasero de la mansión de Gabriel.
Un sendero serpenteante, flanqueado por luces solares que se encendían suavemente a su paso, los condujo a través de un pequeño jardín de palmeras hasta desembocar en una cala privada. La luna plateaba las aguas tranquilas del mar, que lamía la orilla con un murmullo hipnótico. En el centro de la arena, protegido por toldos de lino blanco, había un gazebo abierto con un amplio y mullido futón lleno de cojines.
Valeria se dejó caer sobre la tela con un suspiro de felicidad, y Elías, con movimientos pausados, sirvió el vino. Por primera vez, no hablaron de Esteban, de Ricardo, de venganzas o de mentiras. Hablaron de ellos. De su pasión compartida po