Clara los guió hacia el salón, un espacio impregnado del aroma a pan y galletas recién horneado y jazmines del jardín. Por un tiempo, la conversación fue un río tranquilo: anécdotas de la finca, el clima, el paisaje de Costa Serena. Fue una danza de cortesías que ocultaba la compleja red de destinos que los unía.
Cuando la llamada de la finca arrebató a Elías de la sala, el aire pareció espesarse. Clara, con las manos entrelazadas sobre su regazo, estudió a sus invitados con una intensidad nueva.
—Ver a Elías así… con ustedes… —comenzó, su voz un susurro cargado de emoción—. Él ha cargado con el peso de nuestro pasado como si fuera solo suya. Le cuesta tanto confiar… —Su mirada, llena de una ternura antigua, se posó en Valeria—. Eres tan luminosa, hija. Me recuerdas… me recuerdas tanto a mi querida Aurora. La vida nos separó de un modo tan cruel.
Un escalofrío precognitivo recorrió la espina dorsal de Valeria. Clara se levantó con la elegancia serena que dan los años y se dirigió