El sueño había sido un refugio pesado y sin sueños. Cuando Valeria despertó, la primera sensación fue de un cansancio profundo que iba más allá de lo físico, un agotamiento del alma. Se sentó en la cama y supo que ya no estaba al borde del colapso, pero una tristeza densa se había instalado en su pecho.
Al entrar al baño, el espejo le devolvió una imagen que le dolió: ojeras marcadas, piel pálida, una fragilidad que detestaba. Se duchó con agua casi hirviendo, como si pudiera lavar no solo el sudor y el polvo, sino también la memoria del tacto de Elías y el veneno de las palabras de Gloria.
Al salir, vio la pila de ropa limpia que él había dejado. Era su ropa deportiva. Se vistió con lentitud, y cuando la tela de algodón la envolvió, una fragancia tenue pero inconfundible la alcanzó: el aroma a tierra, a roble y a algo esencialmente él. Cerró los ojos, sintiendo una punzada de rabia contra sí misma. ¿Cómo era posible que el aroma del hombre que le había hecho tanto daño pudiera, aún