El whisky de malta añeja resbalaba por la garganta de Esteban Brévenor sin aportar el calor que anhelaba. Cada sorbo era un intento fallido de ahogar los ecos de su conversación con Ricardo y la inquietante revelación de que su hija y su sobrino husmeaban alrededor del nombre que más temía: Alvareda . La mansión, por una noche, le pareció una tumba de mármol y recuerdos podridos, y había huido a la anonimidad de un bar de lujo, donde su poder y su nombre pesaban menos que el hielo en su vaso.
Una mujer se sentó a su izquierda, en el siguiente taburete. La notó de reojo: un torbellino de elegancia agresiva envuelto en un vestido negro ceñido. Hermosa, sí, pero con una tensión en los hombros y una furia contenida que vibraba en el aire a su alrededor como un campo de fuerza. Ordenó un gin tonic triple, y al recibirlo, dejó su teléfono inteligente sobre la barra de madera pulida con un golpe seco que resonó como un disparo en la penumbra acústica del lugar.
Minutos de silencio pesado. Do