La oficina de Ricardo Auravel olía a puro poder: cuero envejecido, madera pulida y el tenue aroma a un whisky caro. Mauricio entró, sintiendo el peso de las miradas de los guardaespaldas que se habían quedado fuera. Su padre estaba de pie frente a su escritorio, con una expresión que pretendía ser serena, pero en la que Mauricio podía detectar una tensión apenas contenida.
—Mauricio —dijo Ricardo, con un tono que sonaba forzadamente cordial—. Gracias por venir.
—No parecía que tuviera mucha opción —respondió Mauricio, manteniendo la distancia.
—Tonterías. Eres mi hijo. Siempre tienes un lugar aquí. —Ricardo hizo un gesto despreocupado—. Ha habido… ciertos movimientos. Es mejor tener a la familia cerca.
Mauricio frunció levemente el ceño. ¿"Ciertos movimientos"? No sabía a qué se refería, pero la actitud de su padre era diferente. Más alerta, casi recelosa.
—He estado pensando —continuó Ricardo, cambiando de tema con una fluidez que delataba su estrategia—. En ese proyecto de mode