Tres días. Setenta y dos horas que se le habían hecho una eternidad de rutina gris y aislamiento. Desayuno en el comedor bajo miradas hostiles, dos horas de patio donde el cielo parecía una burla encarcelada, regreso a la celda, almuerzo, tareas en la lavandería –habían asignado sus manos de enólogo a lavar uniformes–, otro breve paseo, cena y el encierro final hasta el día siguiente. Los otros reclusos lo observaban, algunos con curiosidad malsana, otros con desprecio, pero hasta ese momento lo habían mantenido a distancia.
Todo cambió una tarde en el comedor. El viejo televisor encendió las noticias y mostró su foto junto al titular: "Elías Alvareda, acusado del asesinato del magnate Esteban Brévenor". Un murmullo recorrió la sala. De repente, ya no era solo un recluso nuevo; era un nombre, un caso, un objetivo.
En el patio, un grupo lo acorraló cerca de la pared. "Esto le hacemos a los asesinos de ancianos", gruñó uno antes de que los puños comenzaran a llover sobre él. Elias i